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  • Conocimiento del infierno

De vez en cuando vienen a mi cabeza, como un revoloteo de moscas pesadas, muchos de los pacientes que he atendido y que ahora no veo tan frecuentemente, ya sea porque se mudaron a otra parte, porque dejaron de lado su fidelidad farmacéutica, o porque sencillamente —y este suele ser el motivo principal— la muerte los arrastró en su alud perentorio, despiadado y de tinieblas. Me acuerdo de ellos porque no me dejan tranquilo, y tal es su cercanía que de vez en cuando les pongo sus rostros a los personajes de los libros que leo o de los que yo mismo escribo. Algunas veces me he preguntado si María, aquella chica diabética, pálida y bella a la que nunca le salía a tiempo su insulina de la tarjeta, sabrá que para mí siempre será Emma Bovary; o si aquel agricultor despiadado y borracho obsesionado con sus niveles de triglicéridos sabrá que ya es para mí el Sutpen faulkneriano de ¡Absalón, Absalón!; o si de alguna forma intuyen muchos con los que me cruzo que están hechos de papel y tinta además de carne y de huesos, salpicados por ficciones y diarios de quien les dispensa los medicamentos, de alguna forma a salvo de la piqueta inmisericorde del tiempo. De esa manera tan sencilla, doy vida a quien la perdió o la vive lejos de mí.

No hace mucho he publicado una novela que, como casi siempre, tiene bastante de lo vivido y aprendido en este trabajo. Necesitaba un personaje esquizofrénico que hablase desde el dolor y desde el conocimiento del infierno, y solo quien sepa de qué estamos hablando cuando nombramos esta enfermedad sabrá que hay poca ficción en su letanía herida. Mi personaje, Demba, africano, habla como Paco, al que ya no veo porque vive en una residencia solo, quiero imaginarlo como una suerte de Leopoldo Panero que quizá prefiriese seguir entre la vida —y las ruinas— de un pueblo del sur de allí.

Una noche, mientras yo cerraba la puerta para quedarme de guardia, Paco, que vivía justo en el bloque de al lado, entró muy deprisa, descompuesto, atemorizado. Me preguntó muchas veces seguidas, con sus pupilas diminutas de gato sobre iris azules de mar caribeño, si yo creía en el infierno, «en el infierno, en el infierno», repitió. Venía huyendo de perseguidores imaginarios, con un jersey grueso deshilachado, un pantalón de pinzas que le quedaba grande con restos de orines, la baba cayendo como si fuera un perro con hambre, y una bolsa con dos cartones de tabaco Marlboro y una Coca Cola de dos litros con cuya cafeína se quitaba la modorra de los neurolépticos. Mientras se relajaba, en aquella noche tranquila, me contó parte de su vida y su espanto con la forma alambicada, entrecortada y repetitiva con la que habla Demba en la noche africana ante otro sanitario, Guillermo Garcés, que se parece mucho a quien firma esta crónica.

Con esta historia quiero decir que la literatura es para mí indistinguible de mi vida de farmacéutico en el pueblo, un artificio artístico donde doy voz a quien no la tiene y la merece a través de un estilo, y donde me enseñan mucho más las personas que están muy cerca de los abismos que aquellas a las que la vida sonríe. ¿Sabrá Paco, entre calada y calada ansiosa a su Marlboro, solitario en una mecedora de la residencia a la que no quería ir —la llamaba manicomio—, mirando un océano verde de olivos con las pupilas felinas, que le debo mucho por haberme enseñado a escribir ese trozo de una novela? Brindaré por él esta noche, aunque sea con la Coca Cola que tanto le gustaba.

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