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Una de las paradojas más sorprendentes de la actualidad es la de la infinita distancia existente entre la nobleza del objetivo de la política: «El bien común», y la percepción que tiene una gran parte de la ciudadanía del objetivo que parece que tengan los políticos: «El bien del propio partido» o, en el peor de los casos, «El bien del propio bolsillo, ya sea el del partido o el del político de turno».  

En ningún caso pretende este editorial la descalificación de la política ni del sistema democrático de partidos, que es una de las piedras angulares sobre la que se ha edificado el avance de nuestra sociedad. Estas palabras son una queja profunda por la falta de coherencia entre las necesidades reales de la sociedad y el discurso extremadamente cortoplacista de nuestros representantes políticos, un rechazo a la falta de valentía para afrontar con realismo la gravedad de los problemas con los que debemos convivir los ciudadanos y una denuncia contundente de las actitudes despreciables que no merecen ser acogidas en el seno de los que tienen la noble responsabilidad de tomar decisiones que nos afectan a todos.

Uno de las nocivos efectos de esta paradójica situación es la pérdida acelerada de confianza que los ciudadanos tenemos de la clase política en su conjunto, lo que no es justo con los políticos que evitan caer en estas actitudes, y debilita la herramienta más potente que tienen las sociedades democráticas para progresar. En esta delicada situación, la sorprendente tramitación –incluida la rocambolesca derogación de una nueva tabla de márgenes antes de su aplicación– y la posterior aprobación del «Real Decreto-ley 16/2012 de medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud y mejorar la calidad y seguridad de sus prestaciones» ha caído como un jarro de agua fría en el colectivo farmacéutico, que observa con estupefacción a los máximos responsables de la política farmacéutica de nuestro país sin un plan estratégico claro, sin respuestas realistas a la grave situación de las cuentas sanitarias y a la del sector farmacéutico que recibe, una vez más, el frustrante mensaje que lo único importante es recortar la factura disminuyendo precios de medicamentos sin cesar.

En el caso del citado RDL esa sensación de suma perplejidad se agrava por la indefinición y precipitación del método propuesto para modificar el copago farmacéutico, por el menosprecio de la organización autonómica del Estado y por la osadía que representa cambiar alguna de las bases más importantes del sistema sanitario a través de una herramienta legislativa que limita extraordinariamente el debate democrático y la participación de los sectores afectados.

Lamentablemente no existe aún un medicamento contra la improvisación, pero si existiera y aunque fuera caro, valdría la pena que se lo recetaran, seguramente estaríamos contentos de pagar nosotros el precio.

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