Marcos ha muerto. Lo que temía desde hace unos meses ha sucedido. Ya no me acompañará tarde alguna en la farmacia, cuando a pasos cada vez más cortos se dirigía a veces a por sus medicinas, otras tantas a conversar y muchas más a protegerme, porque, según decía, eran horas propias para que algún raterillo pudiera entrar a robarme. Pocas personas como él saben lo que cuesta ganar dinero, un montañés que llegó al sur con lo puesto, con apenas diez años, que dormía en el soberado del bar en el que trabajaba, y que se labró una vida digna para él, para María, su mujer, y para sus hijos, a los que pudo librar de la dureza de sus inicios ofreciéndoles el porvenir que cada cual quiso darse.

Marcos no era un cliente de toda la vida en la farmacia. Lo fue, no hace tantos años, después de que a María, su esposa, la librásemos por dos veces de unos gravísimos problemas producidos por los medicamentos que utilizaba: el primero, una bradicardia severa por la que su corazón latía apenas a 35 pulsaciones por minuto, y el segundo, un alargamiento del intervalo QT del electrocardiograma producido por la asociación de un mal antidepresivo y sus medicamentos para prevenir un nuevo infarto como el que había sufrido años atrás. Esta segunda intervención, causada, a diferencia de la primera, por una mala praxis, me costó el único problema que tuve alguna vez con otro profesional de la salud, mi aparición involuntaria en la portada de su revista colegial y la amenaza de una denuncia por intromisión que nunca llegó a producirse, porque no sólo carecía de sustento, sino que además podría haberse vuelto en contra del presunto denunciante. Aquella situación tan surrealista puso a Marcos y a María entre la espada y la pared a la hora de elegir, y decidieron abandonar a aquel profesional y que yo los acompañase hasta ahora en la vida de las personas que toman medicamentos.

Marcos ha muerto y con él he perdido a una persona que supo darme muchos consejos, porque, inteligente como era y tan en el mundo como sólo puede estar quien luchó tanto en la vida, era consciente de mi aversión a poner los pies en el suelo, empecinado en una quimera como la de que los farmacéuticos ocupásemos otro lugar en el ámbito de la salud. Nunca perdió cualquier oportunidad para tratar de que pusiera los pies en la tierra, y eso que mi caminar entre las nubes le había salvado la vida a su esposa en dos ocasiones.

Con su fallecimiento también he perdido la oportunidad de contar una buena historia, ahora que mi vida giró hacia otra ficción, la literaria. Porque la suya es la historia de una generación, la que nació durante la Guerra Civil o en los años posteriores, que pasó hambre, que luchó en silencio, que abrió caminos apretando los dientes y trabajando desde que el sol salía hasta que el último cliente abandonaba las tabernas, en zigzag, a gatas o a rastras. La generación de los padres de quienes ya sobrepasamos la cincuentena y a la que tantos de nosotros le podemos poner rostro.

Marcos ha muerto, pero su recuerdo permanecerá imborrable cada día que pase por su cafetería camino de la farmacia o de regreso. Lo veré allí, tras la barra, vendiendo pan recién hecho traído del pueblo de los panaderos, sobaos pasiegos o quesadas de su Cantabria amada que cada martes llegaban directamente de su tierra en un viaje de nostalgia. Pasaré junto a su establecimiento y recordaré su pelo cano, sus gafas doradas, su andar encorvado por los años y, sobre todo, que es gracias a gente como Marcos por la que hoy tenemos otro país. Ojalá, por la memoria de él, y de tantos como él, no lo echemos a perder.

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