Febrero

Hace una semana que las olas oscurecidas por el viento que viene del norte arremeten, con la insistencia de un psicópata, los pequeños malecones de la bahía. Hace frío.

Febrero
Febrero

Si las ventanas de las casas encaradas hacia las pocas barcas que se balancean amarradas en el puerto tuvieran capacidad de decisión, querrían que las contraventanas de madera pintada de verde o de azul las protegieran del viento y de las gotas de agua salada que las acribillan incansablemente. La blanca fachada marítima del pueblo, si de ellas dependiera, sería el rostro de una bella durmiente. Un rostro con los ojos cerrados en el que la vida sólo se intuiría en los sueños escondidos entre la maleza húmeda de las tardes crudas del invierno. Detrás de los cristales opacos por la sal incrustada, las habitaciones oscuras y los habitantes que viven recogidos entre sus paredes están ávidos de luz, de esa luz que, desde que empezó febrero, se ha fugado lejos del pueblo. Hacia el sur.

Sólo han pasado seis meses desde que los niños descalzos corrían por delante de la puerta de la farmacia para zambullirse en las aguas transparentes de las playas que rodean el puerto. Ahora, si estuvieran aquí, se estremecerían al notar el viento helado. El gigante más malvado de sus cuentos se ha apoderado de su paraíso veraniego. El camino que lleva hasta las rocas desde las que, en las largas tardes de verano, no tienen ningún reparo en lanzarse de cabeza, se ha convertido en un paraje inhóspito. Ahora, sólo de vez en cuando transitan por él los viejos pescadores que tienen grabadas en sus arrugas y sus manos gruesas el rastro de muchos inviernos y el recuerdo de alguna galerna infernal. Ellos son los únicos que se atreven, envueltos en gorros y bufandas de lana, a andar con pasos estoicos contra el viento.

Son las seis de la tarde y la luz verde intermitente de la cruz sirve de faro para esos transeúntes solitarios. Son los viejos del pueblo. El verde de los leds intermitentes se refleja en la acera mojada y señala la entrada de manera parecida que lo hace el neón que ilumina la entrada del bar del callejón que, desde la esquina, se empina hacia las calles más alejadas del puerto.

Rosa está sentada en su pequeño despacho. Desde detrás de la mesa puede ver el mostrador de la farmacia y más allá, a través de la puerta acristalada, la calle.

Las tardes en la farmacia son largas y aún lo son más en febrero. De niña, la farmacia era un lugar mágico, un territorio en el que su padre se reunía en la rebotica con tres o cuatro amigotes del pueblo. Un lugar en el que ella se dedicaba a buscar rincones oscuros en los que esconderse y embriagarse con los aromas del alcanfor y del bálsamo de Tolú. Entonces no era consciente de lo largas que podrían ser las tardes en una farmacia de un pequeño pueblo de esta alejada costa. Era un mundo en el que reinaba su padre vestido de blanco y ella jugueteaba segura bajo la protección de su reinado. El reino de Ramón Romero Granda. Rosa siempre ha estado enamorada de su pueblo y de su farmacia, seguramente se enamoró de niña sin saberlo. Podría haber escogido otros caminos, tuvo oportunidades cuando estudiaba la carrera en la capital, pero lo cierto es que volvió.

Ahora su farmacia ya no huele a farmacia, ya no hay rincones oscuros donde esconderse. Su padre murió hace cuatro años y ella asumió la titularidad. Heredó su reinado y ahora es ella la que está al pie del cañón. La que debe lidiar con los problemas específicos de una farmacia rural en un escenario regulado como el que rige el sector en España.

El rugido del viento aumenta su intensidad, lo que le indica que la puerta se ha abierto. No sucede a menudo. En estas tardes cualquier variación que altere la monotonía, por leve que sea, indica que algo puede suceder. No necesita ningún timbre. No precisa del sonido irritante que anuncie la entrada de un nuevo visitante en medio del bullicio que inunda las grandes farmacias instaladas en los ejes comerciales de las grandes ciudades.
– Buenas tardes, Rosa.
– Hola Antonio. Me alegra verte. Me alegra, pero espero que tu visita no signifique que alguien en casa se encuentre mal.
– No, nada importante, vengo por un paracetamol porque Julia tiene dolor de cabeza. Cuando el viento sopla así más de tres días sufre de jaquecas.
– ¿No os quedaba en casa?
– Sí, me quedaba un blíster, pero me gusta salir a pasear en estos días. Desde que fui escogido alcalde intento conocer mejor el pueblo y en estos días la soledad de las calles me ayuda a descubrir rincones aún desconocidos. Que los hay.
– Recuerdo, cuando salíamos de la escuela, cómo corríamos por las calles. Las conocía tan bien como los escondites en la farmacia de mi padre.
– Cuando te marchaste a estudiar la carrera estaba seguro de que no volverías. No creía que nuestro pequeño mundo te atrajera lo suficiente. Aunque la perspectiva de continuar con la farmacia de tu padre –don Ramón– fuera un incentivo importante, imagino también que allí se abrirían horizontes más amplios que el que podemos ver desde aquí. Las farmacias son un negocio seguro y de prestigio, pero seguramente el mundo se hace pequeño detrás de un mostrador como éste.
– A veces pienso en todo eso. En los momentos en los que se toman las decisiones que acaban por dibujar una vida. Me costaba mucho imaginar una vida lejos de estas calles y de las casas blancas abocadas a este mar. No he acabado de descubrir aún el porqué de muchas cosas. He aprendido que las farmacias son muy distintas unas de otras, ni todas son un gran negocio ni todas hacen lo mismo. A mi mundo pequeño le corresponde una pequeña farmacia de la que vivo y en la que una tarde fría de febrero hablo con el alcalde de cuando éramos niños y corríamos por las calles del que era y es nuestro pueblo.

Mientras ve salir a Antonio, Rosa piensa que existe un mito instalado en la sociedad respecto a la supuesta solidez económica de todas las farmacias que no se corresponde con la realidad. Como decía su padre, «cada farmacia es un mundo» y no se refería al mundo que ella, cuando era niña, descubría poco a poco.

Destacados

Lo más leído