Los domingos de abril en Barcelona, a la hora que abren las panaderías, tienen algo de mágico. El aire fresco de la mañana pinta de un barniz brillante las calles. El sol está ocupado en desperezarse, su luz llega matizada por las caricias de la luna. Una luz franca ilumina las hojas de los árboles del paseo y un paréntesis silencioso permite escuchar los susurros del fugaz escarceo de los amantes celestiales. La ciudad se transforma en un escenario plácido, acogedor. Un respiro.

La cena del sábado fue un encuentro social, como la mayoría de cenas con ese grupo de buenos amigos. Esas cenas siempre son una rutina placentera que facilita la espera hasta la siguiente cena. Un hábito saludable.

Una vez más, las conversaciones, muchas veces repetidas, se entrelazaban sin ningún guión preestablecido. Los hijos, la política, las películas, los proyectos, las ocurrencias, las sonrisas, incluso las carcajadas escribían una sinfonía armónica de ritmo cambiante en la que el grupo navegaba sin rumbo fijo, sin otro objetivo que la propia travesía.

Aunque se durmió pasadas las dos, Berta se ha despertado a la misma hora de siempre. A las siete. No quiere perderse el respiro que le brindan las mañanas de los domingos de abril por un precio que ella considera módico: poner el despertador. Albert, en cambio, cree que Berta paga un precio desmesurado por ese episodio fugaz de tranquilidad. Una tranquilidad que considera impostada. Un tiempo en el que reina una paz hipócrita. Lo que a Berta le parece un oasis a Albert le recuerda un decorado de cartón-piedra. Donde Berta escucha el silencio, Albert siente el vértigo de lo hueco.

Berta abre la puerta hacia su paisaje preferido, y él se desparrama entre las sábanas que aún conservan el aroma de los sueños de Berta.

Mientras se está secando la espalda después de la ducha, el ruido de las llaves en la cerradura le confirma que, después de treinta años de convivencia, los ritmos y los tiempos se han acompasado sin seguir ninguna partitura. No ha sido una armonía buscada intencionadamente. Ha sido un fenómeno casi geológico, como la formación de un cañón por la erosión pausada de un río.

El pan de cereales de la panadería de la esquina aún conserva un poco del calor del horno. Berta aprovecha su paseo dominical para comprar pan. Le gusta el pan del día, y ese lujo sólo puede tenerlo los domingos y durante las vacaciones. Los días laborables tiene que estar a las ocho y media en la farmacia y no tiene tiempo suficiente. Siempre desayuna pan con chocolate, pero los domingos el pan es del día, como a ella le gusta. La cinta verde turquesa que recoge su pelo hace que su rostro florezca.

El periódico de los domingos está diseñado para poder mantener este tipo de conversaciones. Una vez leídas las noticias de verdad, los suplementos, las revistas y las inserciones publicitarias permiten mantener un ambiente apacible.

– Ya sabes que soy más de blancos, pero lo encontré muy fresco. Primaveral. ¿Lo necesitabas? No te noté preocupada cuando llegaste de la farmacia. Te noté como cada sábado. Es un día más relajado, ¿no?
– El sábado tuve una discusión con una clienta. Me pidió un antibiótico y no traía receta. Le dije que necesitaba la receta para poder dispensárselo.
– ¿Qué le pasaba?
– Que no traía la receta, ya te lo he dicho.
– No, pregunto por la enfermedad que tenía.
– No llegué a saberlo. Me dijo que había llamado a su médico porque no se sentía bien, y que le había enviado una imagen de la receta al móvil.
– No acabo de entenderlo. El médico, por teléfono, ya le había dicho que debía tomarse un antibiótico. Le envía una imagen de la receta. Te enseña la imagen y tú... ¿le dices que no le puedes dar el antibiótico? Yo me hubiera enfadado también. No lo entiendo, pero no soy farmacéutico.
– Evidentemente no lo eres, pero hace años que vivimos juntos y sabes muchas cosas de la farmacia porque te las cuento.
– Claro que sé cosas, pero me pongo en la piel de la clienta y no lo entiendo.
– La dispensación de antibióticos en España no es precisamente ejemplar. Por diversos motivos, se ha establecido en nuestra sociedad una cultura laxa respecto a su utilización. De esa cultura los primeros responsables somos los profesionales sanitarios y, en la parte que nos corresponde, los farmacéuticos. La mala utilización de los antibióticos tiene efectos muy nocivos en la aparición de resistencias bacterianas, lo que nos hace, a todos, y no sólo a quien los toma, más vulnerables a las infecciones. Por este motivo, y aunque a veces sea incómodo, es preciso que los sanitarios seamos estrictos.
– Ese argumento ya me lo has contado muchas veces. Es claro y contundente. No lo discutiré, pero ¿no crees que pueden existir casos en los que deben encontrarse soluciones para situaciones como la del sábado en tu farmacia?
– Después de tantos años detrás del mostrador, sé que hay actuaciones profesionales del farmacéutico que podrían aportar ventajas para el paciente. Incluso para el sistema sanitario. Asumir nuevas parcelas de responsabilidad en el ámbito de la prescripción y el seguimiento de tratamientos, actuaciones que necesariamente deberían estar acotadas y protocolizadas, tendría que ser un objetivo prioritario de la profesión.
– Eso es lo que siempre te oigo decir, casi proclamar.
– Sí, pero... –siempre existe un pero– las cosas deben hacerse paso a paso y de forma ordenada. No es posible impulsar con garantías de éxito cambios de ese calado sin corregir de forma clara lo que no funciona correctamente.

Albert sabe que ahora es tiempo de silencio, de aprovechar ese momento mágico que hace florecer el rostro de Berta. Detecta en su gesto una cierta incomodidad, pero nota que está tranquila porque sabe que hizo lo que creía que era su obligación. Después del desayuno saldrán a pasear, cuando el bullicio dominical vuelva a las calles que abandonó.

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