La vida de un estudiante está marcada (entre otras cosas) por los profesores que se va cruzando en el camino. Unos son buenos, otros menos, mejores, y muy pocos excelentes (y alguno malo también, que tiene que haber de todo).
A poco que tuviesen ustedes que superar la asignatura de Literatura en el colegio (con tantas reformas educativas uno ya no sabe bien qué se ha suprimido y qué no) podrán intuir a dónde vamos a ir, gracias a ese velero bergantín (hermosa palabra) que veía Asia, a un lado, al otro Europa y allá a su frente Estambul.
Si mis cálculos no fallan no hace mucho tiempo que cada uno sabe a qué lugar se va a ir el año que viene (al menos es así, allá donde yo miro más). No puedo más que felicitarles; no quiero ponerme trascendental a estas alturas, pero hoy es el primer día del resto de su vida. Han, o les han, encendido el interruptor y ven la luz. Sigan hacia ella.
La verdad es que me hubiese encantado hoy hablarles de Grecia y de su resistencia asteriaxana (si se me permite este término, que por cierto ya se le había ocurrido alguien antes que a mí) a sucumbir a los poderes del César, pero resulta que ya hemos viajado en anteriores ocasiones al país heleno, paradójico inventor de la democracia, dicho sea de paso.
Como habrán intuido por el título hoy voy a llevarles a Checoslovaquia. Entiendo que esto les puede sonar un tanto antiguo y es normal porque Checoslovaquia ya no existe; huele un poco al típico Trivial Pursuit viejo que hay en (casi) todas las casas en el que la respuesta a la pregunta acerca de quién es el entrenador de la Selección española de fútbol sigue siendo Miguel Muñoz (siento la cuña publicitaria a tan célebre juego de mesa, pero la historia de hoy me vino por este monólogo de Joaquín Reyes).