• Home

  • Sobre las calles que van

Llamó a la farmacia preguntando si podíamos ir a tomarle la tensión; el médico se la había tomado días atrás y la encontró muy alta, y ella se creía en peligro de muerte. Con el tensiómetro en el maletín, subí calle arriba, a un viejo barrio andalusí humilde y anacrónico. Fui llamando a las puertas como si fuese llamando a las puertas del tiempo, muchas de ellas vacías, hasta que me abrió un paciente conocido, un anciano de ojos azules de niño sueco que se extrañó de verme por la zona y que me miraba de arriba abajo con una estupefacción lenta de milagro, como si fuese un habitante del siglo XV y no reconociese mis ropajes del XXI. «¿MA? Sí, tres casas más arriba, a la derecha», me dijo. Llamé y la anciana se asomó a la puerta tras abrir los postigos. «¿Quién es?», preguntó con un hilillo de voz, mirando al frente y a ninguna parte. «Soy Rafael», dije mirándole a unos ojos que no veían apenas nada, glaucos, opacos, del color de las tórtolas. En ese momento sonó el teléfono de su diminuto saloncito y la anciana se afanó en buscarlo nada más abrirme la puerta. «¿Diga? […] Sí, gracias […] le dejo porque acaba de llegar mi sobrino Rafael», dijo al oyente. La ciega, que aun en su casa se iba golpeando con el mobiliario, se había puesto un poco nerviosa, y supuse que contenta por la visita de su sobrino. «¿Quieres café, Rafalillo? Fátima está al llegar», dijo. «No, gracias, pero es que yo no soy…» Estuve a punto de terminar la frase, pero dejé que la cosa siguiese, al menos unos minutos más, hasta que llegase la morita. Me daba pena el entusiasmo de la pobre anciana, cuyo nombre ya solo veía en las recetas que traía un silencioso hiyab a mi farmacia. «Sí, M., póngame uno», dije sin querer entrar a ayudarla en la cocina, temeroso a su vez de que se quemase o se le cayese algo encima. Ella misma se dio cuenta del imposible y salió de la cocinilla diciéndome que mejor me lo ponía ahora Fátima, y acto seguido se sentó en una mecedora sureña de novela de Faulkner. Me preguntó que cómo estaba yo y le dije que muy bien, que pasaba por la calle de camino al trabajo y que entré a saludar, pero que tenía algo de prisa. «Prisas, prisas, los jóvenes siempre con prisas, y a final como mucho llegáis a esta edad, que ya voy para noventa y tres, y sin ver a tres en un burro. Hay que ver, Rafalillo, que se me ha ido la luz en pocos años, no veo ya ni lo alto que eres», dijo alargando la mano para tocarme, facilitándole yo la mía, mentiroso, absurdo. «Estás helado, muchacho, siéntate aquí al lado de la estufa, hombre». Me armé de valor y me senté junto a ella en la mesa camilla con su brasero, con un rosario encima y fotos de los nietos debajo del cristal redondo. En ese momento llegó Fátima, que se asustó al verme, y fue entonces cuando me puse el índice perpendicular a los labios para que se callase: «Cree que soy un sobrino, y no le quiero desmentir. Mañana vendré más tarde, cuando estés tú, a tomarle la tensión», le dije luego. Diez minutos después, me fui. Apenas probé el café que hizo Fátima, y contesté como pude a las preguntas de la anciana: cómo estaban mis padres, si había trabajillo en la carpintería, que cuántos hijos tenía ya, etcétera. Fátima se reía, no podía creerse lo que estaba viviendo. Ignoro si sabía que yo era escritor, pero esto era algo peor que escribir ficción; era representarla.

No sonó la cascada voz de Tom Waits como en la película Smoke, pero ahora, mientras escribo esto, pienso que la ciega me reconoció a la primera. Mañana o pasado, cuando vaya a tomarle la tensión en su bracito enclenque y lleno de motas de vejez, quizá vea en su rostro de ojos de tórtola una sonrisa pícara entre los cráteres de las arrugas y la boca sumida sin dientes, un mohín con el que quizá me haga saber que ella sabía. 

Destacados

Lo más leído