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  • Ruedas de molino

Vivo la farmacia desde que fui engendrado. Ya en el vientre de mi madre subí y bajé escaleras cuando ella trataba de alcanzar los medicamentos que se almacenaban en aquellas estanterías de madera que llegaban casi hasta el techo. Me acostumbré desde entonces a los olores de la farmacia, a todos aquellos potingues y líquidos que se almacenaban en preciosos frascos de cristal que todavía conservamos, con la etiqueta ya amarilleada por el paso del tiempo.

Cuando era un niño mi padre trabajaba en una empresa de distribución farmacéutica ya desaparecida hace muchos años. La sede estaba junto al colegio al que íbamos mi hermano y yo. Por aquel entonces vivíamos cerca, pero un buen día nos mudamos a un barrio alejado y mi padre habló con el chófer de la empresa que hacía la ruta de farmacias cercana a nuestro nuevo domicilio para que nos llevara. Aquel conductor era tan flojo y avispado como inocentes éramos mi hermano y yo. Nos hacía cargar la furgoneta con las bolsas de medicamentos que tenía que entregar. Lo hacíamos felices, no nos importaba en absoluto, como tampoco nos molestaba entrar en las farmacias a entregar aquellos pedidos recogidos a mano por telefonistas que escribían con letra más ilegible que la de un médico.
Mi hermano, el chófer y yo íbamos sentados delante, sin cinturón de seguridad porque entonces ni existía, y solíamos coincidir con la salida de las niñas de un colegio en una de las típicas calles estrechas del centro de mi ciudad. Pasábamos despacio mientras él las miraba. Recuerdo que una vez el avispado chófer me insinuó que diera un susto a las niñas, y a mí me pareció divertido. Al pasar junto a ellas les tendría que dar un golpe en el trasero, con la promesa de que luego saldríamos escopeteados. Así lo hice, sin tener aún el desarrollo hormonal requerido para entender lo que ese sátiro de patillas y cabello largo me sugería. Pero entonces el chófer, en vez de acelerar, me recriminó delante de aquellas niñas lo que había hecho, haciéndome enrojecer como nunca he olvidado.
Luego hice la carrera y, mientras, me chupé no pocas guardias y veranos de suplencias a los auxiliares, hasta que después comencé a ejercer y a luchar por que la farmacia fuese un establecimiento sanitario de prestigio en el que el farmacéutico continuara siendo un profesional reputado ante la sociedad. Entonces vinieron los años de lucha por hacer realidad la atención farmacéutica. Cuando inicié mi tesis doctoral en esta disciplina, un joven profesor de la facultad me llegó a sugerir hacerla con él en su laboratorio galénico. Recuerdo que le dije que para mí la farmacia era un laboratorio tan digno como cualquier otro para hacer investigación, y que o hacía la tesis en la farmacia o no la hacía. Y lo conseguí.
Para mí la farmacia ha sido mi medio de vida desde antes de nacer y continúa siéndolo hoy. Por eso veo con mucha tristeza que continúe después de tantos años enrocada hacia dentro, incapaz de aprovechar su posición ante la sociedad; haciendo cursos para dispensar, como pude comprobar en la pasada Cuaresma, fajas para nazarenos y costaleros. Ojalá algún día acabe este vía crucis profesional en el que buscan culpables a quienes no comulgamos con ruedas de molino.

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