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  • Recuerdos turísticos de Escandinavia

Dos españoles sólo se ponen de acuerdo por un malentendido y quizás esto provenga de principio requieren las cosas para acordarse. Creo que no he ido de turista a parte alguna, pero sí guardo recuerdos entrañables de los países visitados y tres de esos souvenirs acuden solícitos a la tertulia para explicarme lo que en nuestra patria suele suceder y en estos días con una evidencia desoladora. Es un bucle pero no distanciamiento, sólo extrapolación con respecto a tres capitales escandinavas, Helsinki no la conozco.

Estocolmo. Principio de una ineluctable transición, en uno de esos encuentros a medias políticos y culturales, a medias clandestinos y publicitados, noche de sábado alegre para sus ciudadanos no sé si por víspera del partido de fútbol, derbi local, entre el AIK y el Djurgården, o por la boda de Eva Birgitta Bergson. Pasan unos jóvenes alegres, algo bebidos, cantando, agitando una banderola o pancarta, y uno de ellos la arroja al suelo tras de sí mientras continúan su marcha. Pocos pasos más allá, uno de los jóvenes se desprende del común abrazo y un tanto tambaleante retrocede para recoger el ya sucio trapo, doblarlo con cuidado, depositarlo en un próximo contenedor de basura y regresar a los cánticos con los suyos.

Oslo. Con motivo de habernos conocido en el congreso del Pen Club, uno de los organizadores nos invita a unas copas en el Maeevo (no confundir con el restaurante de las estrellas, es un bareto y era mucho antes) antes de ir a cenar a su casa a las siete de la tarde. Alguien le llama por teléfono y nos explica: «Es Martin disculpándose, le ha surgido un problema y se retrasará cinco o diez minutos».

Copenhague. Tras la presentación de Copenhague no existe y la visita a la gliptoteca de Carlsberg, «la mejor cerveza del mundo… probablemente». Quedamos con Solveig en que su hijo de ocho años, nuestro sobrinito danés, volverá con nosotros a San Sebastián para disfrutar de la playa y mejorar su español. El recuerdo se hace donostiarra, en la playa de Ondarreta. Las cabinas están cerradas por alguna avería y el niño se está haciendo pis; en consecuencia y con naturalidad llevo al niño hasta la orilla y entramos en el agua hasta que su nivel le cubre el ombligo. Le digo «mea» y el niño, con un gesto de espanto, me dice «en el mar no se mea». Y no lo hizo por más que insistí, se lo estaba haciendo y resistió hasta que llegamos a una cafetería próxima, su español mejoró con las consiguientes explicaciones.

Este bucle en tres, tan nimio como aleatorio y remoto, evidencia metafóricamente que algo más que las matemáticas está fallando desde nuestro jardín de infancia. Es aberrante que necesitemos provecho, miedo o equívoco para ponernos de acuerdo en algo que concierne a las partes, y quien haya asistido a una reunión de vecinos sabe de qué estoy hablando. Hoy nadie escucha a su interlocutor ni se molesta en pedir la palabra, con gritar más fuerte basta. Lo de «no a la razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón» es una de esas frases tópicas que les encantan a los políticos cuando se dirigen a los demás, nunca a ellos mismos. Quizá me pierda esto de las extrapolaciones, pero bucle a bucle la urdimbre de la convivencia se va deshilachando. Lo explicitaba mejor un aviso en un bar de Linares cuando el gol de Zarra: «Prohibido blasfemar sin motivo».

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