Pueden llamarme Maldonado. Así, a la manera del Ismael de Moby Dick, homenajeando a uno de mis más queridos autores, Herman Melville, comencé no hace mucho mi Diario de cabotaje, cuyo primer tomo se publicó diez días antes de la pandemia que sacó lo mejor de nosotros, y así me gustaría presentarme hoy ante ustedes. Maldonado, a secas, me llamaban mis profesores de colegio, y así siguen llamándome afectuosamente mis editores y algunos colegas del mundo de las letras. Hablo de editores y de libros, pero yo no llevo vida de escritor: me horroriza el mundillo literario, y tengo muy claro que la escritura es un oficio y que mi profesión es muy otra, la misma de quienes están leyendo ahora estas palabras a modo de prefacio o de preludio, vocablo que me gusta más por aquello de la música clásica, a la que soy tan afecto y que tan relacionada está con la escritura de la prosa.

La invitación a participar en esta revista, que leo desde que era un bisoño boticario, es para mí un honor. He rechazado colaborar en algún periódico de manera fija porque ni tengo tiempo ni quizás ideas; yo lo único que tengo dentro es literatura, y eso es lo que puedo ofrecerles. No hablaré aquí de medicamentos, ni de patologías ni de política farmacéutica, ni de la profesión a secas, ni siquiera de atención farmacéutica y seguimiento farmacoterapéutico, algo a lo que estoy muy unido profesionalmente: vendré cada cierto tiempo a contarles un cuento, literalmente, relacionado con el día a día de este trabajo de farmacéutico al que amo tanto como la literatura.

Nací en una familia de farmacéuticos por herencia paterna y de médicos por herencia materna, tres o cuatro generaciones de ascendencia por ambos lados de batas blancas. Aunque me apasionaban las humanidades desde muy niño, los antepasados decimonónicos con sus atuendos proustianos, ilustres profesionales de la salud que me miraban desde las fotografías de las casas de mis abuelas con sus ojeras ennegrecidas por el yodo amarillento del tiempo, hicieron que, de alguna forma, junto con la voluntad silente de mis juiciosos padres, me uniese a ese linaje de sanitarios de una manera imperceptible: cuando quise darme cuenta, estaba cara a cara con la enfermedad y el dolor humano, algo que, paradójicamente y a la postre, me hizo ser mejor escritor del que hubiese sido estudiando Letras.

Fue Flaubert, en una de las cartas a su amante Louise Colet, quien dijo algo que para mí ha sido clave: los protagonistas de Madame Bovary son Charles Bovary y Monsieur Homais, no Emma. Los que verdaderamente deberían ser escritores, añadía, son los médicos y los farmacéuticos, porque son los que están más cerca del dolor humano, y solo el que sabe de dolor conoce a fondo la vida.

No quiero aburrirles con citas ni teorías literarias; simplemente quiero decirles que gracias a mi profesión, a nuestra profesión científica y cercana a lo más profundo y arcano de las personas, soy y debo ser escritor, y que en esta página, en estos Papeles del sur, iré mostrando –literariamente– el día a día de ese otro lado de la vida con crónicas de lo que no se ve tan fácilmente, y que a mí me maravilla y me hace ser consciente de mi papel y de mi privilegio como observador del eslabón más débil de una sociedad envejecida y polimedicada.

Acabo de cumplir cuarenta años y mi padre, tras enseñármelo todo, se jubila después de otros cuarenta al pie del cañón de forma ejemplar. A él y a Manuel Machuca, profesional y escritor admirable, quiero dedicarles este preludio de una sinfonía con la que espero poder emocionarles en alguna que otra tarde tranquila de rebotica.

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