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  • Los celos como una de las Bellas Artes

Marcel Proust adoraba a su madre, le profesaba un amor imposible, que no permite la unión con el ser amado. El amor proustiano será siempre un amor sutil, indirecto, simulado: incapaz de culminarse, de aportar satisfacción y felicidad, elegirá sistemáticamente un objetivo imposible, el que más difícilmente pueda ser satisfecho.

El deseo sólo se alimenta e incrementa cuando se fija en un ser inaccesible, al revés que en la mayoría de personas, afortunadamente para ellas más simples que Marcel y por ello más felices, aunque al precio de ser menos creativas. En Proust, el amor es una obsesión, un proceso psicológico, no físico. Por ello, si se culmina surge la decepción, el aburrimiento, el desencanto y es así porque se deseaba el deseo, no su ejecución. El Narrador se obsesiona con Albertine cuando ésta se le niega, cuando sospecha que le engaña, cuando la cree infiel, pero se aburre apenas la tiene segura, para él, a su disposición, en su casa, a su lado. Entonces no le encuentra el menor encanto, mientras que se desvivía por ella cuando la creía lesbiana y, muerto de celos, la secuestraba para descubrir, enseguida, que le aburre sobremanera. Haciéndola su prisionera la pierde definitivamente.
El amor proustiano se construye gracias a su imposible realización, vive envenenado por los celos, en réplica exacta de sus vivencias infantiles. Su madre no le pertenecía a él sino a su padre y el amor proustiano adulto, repetición literaria del fallido de su infancia, no es amor sino desasosiego, una angustia que es fruto del deseo de poseer algo inalcanzable que no puede ser deseado legítimamente, que no puede ser poseído, su madre, la pérdida de la cual era para Proust la mayor de las catástrofes imaginables.
El amor, así planteado, no puede ser satisfecho. Es un simulacro, el de poseer a la mujer que se nos niega, a la que Proust recluye para hacerla prisionera y desilusionarse de ella. Albertine prisionera es el recurso proustiano para poseer psicológicamente a la madre que le negó el beso nocturno y le condenó a una vida amorosa jamás satisfecha. Todo en Proust es simulación, sustitución, reemplazo, nada es lo que parece, y lo increíble es que la mejor novela del siglo XX tuviera su origen, si bien no el único, en un beso denegado a un niño hipersensible, que se vengó muchos años después escribiendo la Recherche, el regalo de un genio a la literatura que quizá no se hubiera escrito si el beso materno se hubiera consumado esa noche clave en la historia de la novela europea. El amor proustiano es transferencial, no se dirige a la mujer real y por tanto se consume ante la realidad del ser amado. Para Proust basta convivir con la amada para que el amor se volatilice. La posesión y la convivencia destruyen el amor proustiano, que renace cuando surgen las dificultades y los celos, cuando el ser querido es a su vez deseado por otro, lo que lo convierte en valioso y hace que se combata por conservarlo. Por ello, como en Kawabata, el Narrador disfruta más observando a su amante dormida que poseyéndola despierta. La ama más y cree poseerla cuando está dormida: «Teniéndola bajo mis ojos, en mis manos, me daba la impresión de poseerla por entero, una impresión que no tenía cuando estaba despierta».
Para terminar, Proust en estado puro: «Las dos mayores causas de errores en las relaciones con otro ser: tener uno buen corazón, o bien amar al otro ser. Nos enamoramos por una sonrisa, por una mirada, por un hombro. Esto basta. Entonces, en las largas horas de espera o de tristeza, fabricamos una persona, componemos un carácter. Y cuando después tratamos a la persona amada ya no podemos, por muy crueles que sean las realidades con que nos encontremos, quitar ese carácter bueno, esa naturaleza de mujer que nos ama, a ese ser que tiene esa mirada, ese hombro, como no podemos quitarle la juventud, cuando envejece, a una persona que conocemos desde que era joven» (Marcel Proust, La fugitiva. Alianza Editorial, Madrid 1988; 128-129).

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