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Es 24 de diciembre, pero para ella es como cualquier otro día. Es de noche, pero no importa, la noche hace tiempo que es su compañera. Sus días se apagaron hace años, cuando regresó a su vida el pasado más oscuro y ella optó por no ver más, aunque sus ojos se opusieran. Lo esencial es invisible a los ojos, dice El Principito, y para ella ya no había nada esencial.

Desde entonces su vida fue un ir y venir en grúa de la cama al sillón, del sillón a la cama, con los agradables intermedios que Wendolyn, la chica testigo de sus tinieblas, le regalaba paseándola en su silla de ruedas por aquel barrio que un día creyó que sepultaría sus tiempos de dolor y estrecheces.

Hoy es Nochebuena, pero para ella no lo es. O sí, o es Nochebuena todos los días y todas las noches. Aquella rigidez de carácter que la vida le inoculó sin anestesia había desaparecido hacía algún tiempo, cuando la oscuridad le desabrochó sus corsés y la liberó de sus ataduras.

Hoy es Nochebuena, el día, la noche, en la que estar alegres y felicitarse porque en el hemisferio norte el sol vuelve a abrirse paso entre las tinieblas y nos dice que es posible resucitar de nuestras cenizas, que la luz se abre paso entre la negrura. Pero para ella no, para ella esa victoria ya no es posible. Hoy no hay pav, ni mantecados, ni siquiera una copa de champán. Tan solo los programas de televisión harán la noche diferente de las demás. Porque la cena será la de siempre, un batido de los que le receta el médico. Wendolyn ha recordado que debe pedir cita en el centro de salud. Su farmacéutica la ha avisado de que debe renovar la prescripción. Ahora ver al médico no es tan fácil.

Esta noche no habrá regalos, quizá sí en la de Reyes. Durante su niñez, la de Reyes también había sido muy triste. Apenas un cartucho de cacahuetes de la tienda de ultramarinos, a veces fiados, que le traía su madre. No había otra cosa en la casa de un republicano represaliado. Wendolyn acaba de calentar el batido de chocolate. Con una mano se lo acerca a la boca y con la otra maneja el móvil. En ese momento recibe una videollamada de familia, que está al otro lado del mar. La deja en la sala y se va a la cocina para escuchar mejor a sus hijos sin el ruido del televisor. Ella se queda sola, pero no importa. Cuando finalice, Wendolyn sacará los medicamentos del pastillero y se los dará, uno, dos, tres, y con la grúa la transportará a la cama. A lo lejos, unas risas.

De repente, ella abre los ojos. Señala al frente, luego mira hacia el pasillo, buscando con esos ojos que no ven a Wendolyn. ¡Papá Noel ha entrado en la habitación! «Jo, jo, jo», le dice, mientras le muestra el perfume más caro que hubiera podido imaginar. De pronto, Papá Noel desaparece. Al momento, regresa. Esta vez le muestra un ordenador último modelo que ella no hubiera apreciado ni siquiera antes. Tiembla. Pero esta vez su temblor es diferente del que muestra cuando toma los medicamentos. Es un temblor humano. Es la emoción. Papá Noel, este sí, es generoso con ella. Nada de cacahuetes monárquicos, un perfume, un ordenador que podría regalar a sus nietos hoy ausentes. Segundos después, le enseña un refresco y le canta un mensaje de paz junto al árbol rodeado de gente y de luces.

Wendolyn ha terminado de hablar. Apaga el televisor y, con el resto del batido, la ayuda a tomar sus medicinas. Antes de izarla con la grúa, toca el pañal y comprueba que tendrá que cambiárselo cuando la deje en la cama. Ella aún sonríe. Feliz Navidad.

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