Viernes 23 de enero de 1970, cinco de la mañana. El despertador suena en casa de Encarna. Su marido y su hijo, un mozalbete que cumplirá diecisiete años la próxima primavera, se visten a toda prisa mientras ella ordena las fiambreras, el pan y la fruta, una naranja para cada uno, en los canastos de mimbre. No olvida los cubiertos, ni la servilleta que los cubre. Antes, ha puesto a hervir el café y, en una sartén, tuesta pan del día anterior, que untará con mantequilla antes de que los hombres de su casa aparezcan por la cocina, vestidos y con la mínima higiene que significa la cara lavada y un peinado de urgencia. Cierra los pestillos de los canastos y los coloca sobre la mesa de fórmica. Todos los días, de lunes a sábado, la misma rutina. Sincronizada, de tantas veces repetida.

Los hombres salen de la casa y se internan por descampados que los separan de la ciudad civilizada. Como ha llovido, deben ir con cuidado para sortear charcos que parecen lagunas y lodazales que deteriorarán unos zapatos ya ajados por el tiempo y los caminos pedregosos. La maleza, siempre frondosa y libre en la periferia ignorada, tampoco ayuda a arribar con premura a la primera parada del tranvía, ese medio de transporte que utilizan los desposeídos y que tan lejos está de ellos. Subirán y llegarán con el tiempo justo a la lejana estación de tren, para luego alcanzar el ferrocarril de los obreros, ese que irá dejando a hombres y mozos como ellos a lo largo de fábricas y canteras en las que sudan su jornal. Encarna, entretanto, ha encendido el brasero de cisco, se ha sentado junto a la ventana y ha prendido la lámpara hasta que la luz del amanecer le permita apagarla. Ese día tiene mucha tarea, pues ha de hilvanar los primeros trajes de Primera Comunión que las clientas más impacientes han encargado en la tienda para la que cose. Sabe que hoy apenas tendrá tiempo para otros pedidos particulares, así que no tendrá más remedio que dedicar el fin de semana al resto de encargos, y sólo saldrá para ir a misa. Al menos sus hombres lo pasarán en la taberna y la dejarán tranquila con sus cosas.

Viernes 29 de diciembre de 2017, siete y media de la mañana. Fiel a una inercia de zombi, me dirijo a comprar el periódico. Cada día me pregunto por qué lo hago, si ya no hay diario que informe, si todos manipulan las noticias a favor de intereses particulares. Cada vez tengo que ir más lejos a buscarlo, porque los quioscos van desapareciendo a una velocidad pasmosa. Luego me dirijo a la panadería, en una tarea rutinaria y medida, como las de Encarna hace casi cincuenta años. Por la acera, me preceden tres muchachos de pantalones escurridos. Dos de ellos lucen gorras que parecen suspendidas sobre sus cabezas. Cruzo hacia la panadería. No reparo en que uno de ellos se detiene y se baja la bragueta. Los demás lo imitan. Me percato de todo cuando escucho el chorro de su orina crepitar sobre el asfalto. Aliviados, continúan su camino hacia sus casas, donde nadie hará preguntas.

Viernes 29 de diciembre de 2017, mediodía. Encarna entra en la farmacia. Sueña con que su medicación para el colesterol esté disponible en su tarjeta electrónica. Lleva dos días sin tomarla porque las pastillas se le caen al suelo al sacarlas del blíster y su vista ya no le da para encontrarlas. Y no hay quien la ayude. Su marido falleció hace diez años y su hijo, prejubilado, ha regresado después de Navidad a la ciudad a la que se fue a trabajar hace más de cuarenta años. Antes de salir, Encarna me pide algo para sus ojos, irritados y resecos por tantos años de costura. Económico, porque su pensión no da para mucho. Encarna, cuyo nombre empieza por E y acaba por a, como España, regresa, apoyada en el carrito de la compra, hacia la torreta en la que vivió junto a sus hombres. Ya no tendrá que atravesar descampados, sino edificios destartalados y barrios golpeados por la droga. Mañana será otro día.

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