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  • El picaporte de Lhardy

Había pasado por la puerta cientos de veces y ni siquiera me detenía ante el escaparate. Sabía que era el establecimiento Lhardy, con mucha historia en la vida de Madrid, famoso por su selecto servicio, sus «habituales» y porque representaba el esplendor de la alta cocina. Aun así, nunca le había prestado atención. Hasta que, en mi primera cita con el que después compartiría mi vida, él me llevó a Lhardy antes de ir al teatro. Era otoño, las aceras de la carrera de San Jerónimo parecían una romería.

Casi dos siglos antes, los personajes más famosos de Madrid y de otras nacionalidades hicieron lo mismo que yo, sujetar el picaporte y empujar la puerta para encontrarse en un local no muy grande presidido por un gran espejo al fondo. En los estantes, frascos y botillería con los mejores vinos. En los mostradores, un gran surtido de pastelería. Su fundador en 1839, Emilio Huguenin, que luego cambiaría su apellido por Lhardy, trajo a Madrid el buen gusto y la profesionalidad.

Los clientes habituales eran duques y marqueses, que se mezclaban con artistas y toreros, y las mujeres elegantes de la alta burguesía por primera vez podían entrar solas en un local así sin levantar suspicacias. Allí se festejaba la inauguración de temporada en el Teatro Español, el éxito de Frascuelo. Cuando el mar-qués de Salamanca encargó a Emilio Lhardy el banquete del bautizo de su hijo, la fama del establecimiento subió como la espuma y esa calle alcanzó las más altas cotas del refinamiento, al estilo de París.

Años después sufrió una reforma a cargo de Rafael Guerrero, decorador de moda y padre de la actriz Ma-ría Guerrero. Colocaron dos mostradores enfrentados y el espejo al fondo sobre una consola con superficie de mármol blanco. Atendía al negocio Agustín, hijo del fundador y un gran pintor, y las paredes se cubrieron con los paisajes madrileños salidos de sus pinceles y otros lienzos de Beruete y Martín Rico.

Comenzaron así las famosas cenas en los suntuosos salones. Se puso de moda el consomé entre las damas refinadas, que se servía del grifo del samovar ruso. Los comedores tenían mesas separadas y una carta de precios fijos para elegir, escrita en francés, algo novedoso para la época.

Azorín afirmaba que no podemos imaginar Madrid sin Lhardy porque resume la aristocracia y las letras, sus paredes han sido testigos de derrocamientos de reyes y políticos, y por su espejo nos esfumamos en la eternidad. Todos los escritores de renombre dedicaban algunas líneas al restaurante de moda: Mesonero Romanos, Larra, Campoamor... Todos alababan sus productos, su presentación y el trato exquisito de los camareros. Pérez Galdós señaló que en Lhardy ponían corbata blanca a la bollería de tahona. La excepción fue Alejandro Dumas, poco generoso en sus comentarios. La única crítica que hacían era a los precios, elevados en 1940: cuando con las cartillas de racionamiento se suministraban patatas a razón de dos kilos por persona a 1,30 pesetas por kilo y cien gramos de carne congelada por persona al precio de 15,45 pese-tas por kilo, Lhardy ofrecía celebraciones de «copa de vino español» al precio de 20 pesetas por persona.

Pero merecía la pena para quien se lo pudiera permitir.

Lhardy fue pionero en servir abundantes banquetes a domicilio y selectos piscolabis en cacerías y reuniones de negocios. La actriz María Guerrero se hacía servir la cena por ellos en el saloncito anexo a su camerino.

Yo me he mirado en ese espejo, he tomado una taza de consomé servida directamente del samovar de plata, he degustado su famoso cocido y ya sólo me queda esfumarme en la eternidad a través del espejo. No tengo prisa por esto último.

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