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  • Dulce objeto de amor

Pocas veces en la vida, y mucho menos en tiempos de vacas flacas, le coinciden a uno dos circunstancias agradables al mismo tiempo. En la misma fecha, mientras discurre esta tertulia, se reeditan dos de mis narraciones que más quiero. Lo de «más quiero» es un decir retórico, como la pregunta de «¿a quién quieres más, a papá o a mamá?». La novela corta, Dulce objeto de amor (Ed. Reino de Cordelia, Madrid), y el relato, las cuatros versiones del mismo relato, Con tortura (Ed. Tabula rasa, San Sebastián). Y más agradables me resultan aún porque se editan en papel, en ediciones muy cuidadas, y para uno el libro es su más (de sus más) dulce objeto de amor. De acuerdo, puro fetichismo, y de eso va la novela corta, pura exaltación del tacto, el menos cándido, el más realista y, sin embargo, el más imaginativo de los sentidos.

Los sentidos son los que hacen a las cosas dignas de fe, les dan buena conciencia y apariencia de verdad, y no digamos ya a las personas que el azar nos brinda. Es una novela de amor exaltado por el tacto, con tacto, caricia radical más allá de la sensatez. Esa lisura y dulcedumbre de superficies pulidas de alabastro, de sedas, de ensalmos, la de esa enigmática bola de marfil que acariciaron tantos mandarines para alcanzar el éxtasis con las yemas de sus dedos. La piel de a quien amo o a quien amo por la cualidad de su piel. El amor loco de una joven mujer y un hombre maduro, la mujer no tan joven y el hombre no tan maduro. En cualquier caso, el tacto es el protagonista, y la novela puede derivar a negra porque «no consentirás que, tras la gloria de tus manos, otras más inhábiles la contaminen con su sucia torpeza».
Escribirla fue una experiencia lúdica, justo lo contrario de la denuncia que, contra todo sufrimiento provocado en busca de un interés propio, contiene el breve cuento Con tortura, el primer texto literario que publiqué en mi actual reencarnación. En 1968, cuando los dinosaurios desfilaban por la Gran Vía/New York, ganó el premio Ciudad de San Sebastián y me ocasionó serios disgustos, pero sigue siendo uno de mis más dulces objetos de amor, a pesar de que en él las manos no acarician sino que desgarran. El piropo más entrañable que le han lanzado en su loco recorrido (incluso ediciones piratas hay de él) es que «no se sabe si es el cuento que Hemingway le plagió a Borges o el capítulo que Borges le secuestró a Hemingway». Es una exageración, pero me halaga tanto... Esta feliz coincidencia de las dos reediciones, de depender de mí no hubiesen coincidido, me distrae de una cuasi obligación anual en las tertulias, la de dedicar una en exclusiva al premio Nobel de Literatura del año en curso, ese premio que transforma a un meritorio escritor de desconocido en su país a desconocido mundialmente (frase que repito como marca registrada). Este año, el año pasado ya, la premiada ha sido la canadiense Alice Munro: «Considerada la maestra mundial del relato contemporáneo, sus cuentos destilan la melancolía americana de Carson McCullers y Raymond Carver, y además ostentan una profundidad absolutamente chejoviana». No es mal piropo, no había leído nada suyo, mea culpa, y me inicio con Demasiada felicidad, título que bien pudiera ser metáfora de su obra completa. Relatos largos, pero no novelas cortas, que se inician hundidos en una cotidianidad convencional, pero que finalizan abriendo la caja de los truenos más inesperados. Pongamos en homenaje el inicio de esa desbordante felicidad: «Era camarera del Blue Spruce Inn. Fregaba baños, hacía y deshacía camas, pasaba la aspiradora por las alfombras y limpiaba espejos. Le gustaba el trabajo, le mantenía la cabeza ocupada hasta cierto punto, y acababa tan agotada que por la noche podía dormir».

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