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Dos pasos perdidos

¿Son los sándwiches de Rodilla un símbolo masónico? Heteróclita, caótica y esdrújula visión de la capital del reino la que en su libro, ¡Quemad Madrid!, propone la periodista Raquel Peláez, ponferradina afincada en las páginas del Vanity Fair.

Dos pasos perdidos
Dos pasos perdidos

¿Quién quemó el edificio Windsor? Muchas preguntas insólitas y algunas respuestas erráticas (eso de que gané el Planeta en los setenta, pecado venial) en una guía original para turistas curiosos y en la que se recuperan algunos pasos perdidos. ¿Puede pelear por la modernidad una ciudad que desayuna churros? Error conceptual lo del desayuno y acierto definitorio de los churros: trilobites de la gastronomía madrileña. Dos Passos que me fascinan desde que leí Manhattan transfer, y ahora me ciño a la versión de Raquel. Dos Passos frecuentaba mucho una cafetería que todavía existe y lleva su nombre, en la esquina de la calle San Bernardo con la del Pez. El local no ha cambiado de nombre porque en realidad se lo debe todo al escritor norteamericano: los primeros dueños regentaban una tienda de ultramarinos y coloniales que no acababa de funcionar, y fue el escritor quien les sugirió la idea de montar una tasca y les dio el dinero para hacerlo. Eran tiempos de guerra. John estaba en España intentando esclarecer el paradero de José Robles Pazos, un traductor progresista (su traductor al español) que había desaparecido en la zona republicana; cuando en el edificio de la Telefónica un miembro del contraespionaje le confesó que su amigo y traductor había sido ejecutado por los de su propio bando, ingresó en el nihilismo político. Muy cerca de la cafetería, en la plaza de Callao, frente al cine, en el hotel Florida, residencia de los corresponsales de guerra extranjeros y gente de las brigadas internacionales (más ese mosconeo de arribistas, prostitutas y suicidas varios), John Dos Passos escribió el más sentido artículo de aquel trance. «Habitación con baño en el Hotel Florida». Entre dos párrafos de aparente serenidad: «Cuando los bombardeos no paran, un hombre se siente más seguro afeitándose y respirando el olor familiar del jabón», y «una ciudad sitiada no es un buen lugar para un turista». Esta anécdota entrecruzada de la cafetería y el asesinato de Robles está descrita no exactamente, pero sí con abundancia de detalles, en la novela de Michael Atkinson Hemingway, días de vino y muerte. Al desencuentro entre Hemingway y Dos Passos en nuestra incivil guerra no le presté la debida atención en mi La Gran Vía es New York, y quizá la cosa ya no tenga remedio, pues no suelo, pura pereza, retocar las reediciones. De todas formas la anécdota es entrañable y se puede rememorar echándole imaginación en la barra de la cafetería sita en San Bernardo 42; el único rastro que queda, además del nombre, es el logo: un libro abierto sobre el que se apoyan una pluma de ave y una humeante taza de café con el nombre del escritor en mayúsculas. Antier desayuné allí un chocolate con churros echándole un pulso a memoria y modernidad. ¿Es moralmente reprobable emborracharse en un Vips? De todos los interrogantes que plantea Raquel Peláez el más enigmático es «¿desde qué lugar de Madrid se ve el cielo más azul?» De su ¡Quemad Madrid! el mejor piropo es el que viene en el prólogo: Esta colección de maravillas es una máquina pinball de seis petacos y tres pares de bolas, con luces flúor y microcalambrazos en los mandos para mayor excitación. Definitivamente, soy como el sándalo que perfuma el hacha que lo hiere.

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