Demolición (Madrid: Alianza Editorial, 2018) es el título de la última novela de quien durante muchos años honrara esta misma página de El Farmacéutico, Raúl Guerra Garrido. En esta ocasión se trata de un largo discurso no ideologizado ni radicalizado, pero que se hace preguntas y se compromete con los hechos reales.

La trama es austera: una extraña invitación de una galería de arte de Madrid; un escultor especializado en escaleras de mano que quiere deslumbrar en un último gesto; un hombre mayor frente a su obra... Como telón de fondo, la deriva, la banalización de la cultura de hoy y al mismo tiempo la indiferencia que se quiere combatir con el espectáculo.

Ya no parece posible provocar un escándalo con una exposición de esculturas. No sé si la escalera del protagonista es una escalera para subir o para bajar o, como dice el texto, si sube hacia abajo o baja hacia arriba, pero sí veo más claramente que ahora mismo la cultura nos procura distracción y, lo que es peor, reemplazar el vivir por el representar. Cualquier cosa es una obra de arte si así lo decide el artista. Esta invitación es personal e intransferible y, dada su excepcionalidad, el anfitrión ruega no abrir los ojos durante la estancia en la galería. No será un problema mayor, porque la visita durará quince minutos exactos.

Raúl Guerra ha estrangulado el argumento hasta una mínima expresión que le otorga la libertad que necesita para escribir. Gusta de las aliteraciones y de las palabras homófonas. Disfruta con los palíndromos. Las asociaciones de ideas no se sacian jamás. Se depura el sentido del humor: «Te veo raro, amigo, y eso contigo ya es decir». Una batería de frases, como greguerías, brilla sobre un texto nada plano. Sobre todas las cosas, seguimos pensando que la única razón del arte es suscitar los afectos del hombre.

Cuando los nombres y las fechas se resisten de modo alarmante, de nuevo ensayamos un llanto por la vejez. No se derraman lágrimas. Además, hemos comprendido que no es necesario tener éxito para continuar, pues el fracaso es inherente a la condición humana. Hacia el final, vencedores y vencidos quedan nivelados por una misma sensación de derrota. Sólo a partir de esta edad las aguas se remansan y es posible elaborar alguna síntesis.

Y entonces aparece, con la cara lavada para nuestra consideración, la necesidad del descanso. Una necesidad que empieza a urgir y ante la que nos rebelamos. Cierto día Pirro estaba haciendo grandes planes: «Primero me adueñaré de Grecia», decía. Hablaba delante de su consejero, que optó por indagarlo: «¿Y después qué harás?». «Después conquistaré África.» Su interlocutor insiste: «¿Y después?». «Después someteré Asia menor y Arabia.» «¿Y después?» «Ah, después descansaré...» «Entonces, oh, Pirro, rey de Epiro y de Macedonia, ¿por qué no descansar ahora mismo?»

Tarde o temprano habrá que preguntarse si aquello que hicimos mereció la pena, si calmamos nuestra sed. Quizás hagamos un juicio riguroso y vuelvan a nosotros las figuras de la solidaridad. Cumplimos el deber de vivir y algunas veces, en las páginas mejores, fuimos capaces de combatir una naturaleza presumida que habitaba en nuestra entraña.

Ayudo al ciego «que se ha dejado el perro en casa» a cruzar la calle, y enseguida hago un gesto de saludo. No puede verme, pero yo, como el protagonista de La caída de Albert Camus, en realidad no le estoy saludando a él, sino a la multitud que me contempla. La cita es notable, pero no sé a dónde me conduciría. Es mejor que lo deje aquí. Yo en realidad no tenía nada que decir y ya lo he dicho.

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