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  • Cuento breve para un adiós

Yo no supe muy bien lo que era la muerte hasta que me puse por primera vez una bata blanca en el pueblo donde ejerzo. Era la Navidad de 2004 cuando vinieron a por mí, que estaba de guardia y muy cerca, para ver si podía confirmarle a una señora algo aviesa que su madre había muerto «definitivamente», un sintagma que me intrigó y maravilló sobremanera.

Recuerdo la cara de la difunta: cenicienta, arrugada, con la boca sumida sin los dientes —que flotaban en un vaso que hacía compañía a las gafas ahora absurdas y a un rosario en la mesita de noche—, algo que la había envejecido mil años. Cerca de sus manos sarmentosas y gélidas había pañuelos arrugados, quién sabe si llenos de las últimas lágrimas de rabia ante la muerte, lágrimas parecidas a las de las viejas estaciones de tren en las despedidas, porque la vida está hecha de metáforas y para entender la muerte nos fingimos en un viaje, en una travesía.

No tuve que hacer mucho para confirmar una muerte que horas después confirmaron también los que legalmente están autorizados para ello, y de aquella señora de armas tomar —que incluso sin vida tenía el rictus desabrido de quien ha mandado mucho—de lo que más me acuerdo es de las ventanas abiertas de par en par de la habitación y de la luz mortecina del ocaso que se derramaba en un polvo dorado, pintándola en el óleo fúnebre de la tarde.

Ayer, de camino al aparcamiento, vi en la puerta de una casita diminuta, como de juguete, llorar desconsolada a Juana. Me acerqué a preguntarle si es que ya había fallecido Carmen, una querida paciente muy mayor a la que el cáncer óseo de mandíbula estaba devorando desde hacía unos meses con una ferocidad de escualo. «Está en ello», respondió la cuidadora. «Le queda poco y ya están llegando los paramédicos», me dijo en su dulce acento paisa, muy marcado. Volvió a intrigarme el sintagma: si aquella señora con ademanes de esclavista se murió «definitivamente», mi querida Carmen «estaba en ello», en el trance, en medio del viaje.

«¿Puedo entrar?», le pregunté a Juana. «Claro que sí, faltaría más», respondió ella. El tamaño del salón era el de una habitación pequeña de un piso actual, y allí la anciana había instalado el dormitorio que antes estaba arriba, su lecho de muerte: en lugar de un tresillo había una cama, y, en vez de una lámpara, un gotero con suero salino decoraba de modo siniestro la estancia sobre la que sobrevolaba el ocaso. Le cogí la mano y ella me la apretó; sumida en la confusión opiácea, la anciana no tenía ni idea de quién era yo, hasta que, por consolar a Juana, le dije que, siempre que Carmen venía a la farmacia, tras poner en el mostrador los cartoncitos de sus medicamentos con la pericia de un crupier en un casino, a la manera de cartas de póquer, me contaba que soñaba mucho conmigo, y que ella misma se partía de risa narrándome lo que ella llamaba «ensueños». Fue entonces cuando la enferma se giró y sonrió con una cara difusa, ya deformada por la enfermedad, y a mí no me salió otra cosa que decirle, en cuanto se volvió a dormir, un «buen viaje, Carmen», que me empañó los ojos.

No estamos hechos para la muerte, pensé al salir. Y por supuesto pensé en Carmen, en su vida tan dura, en su analfabetismo y en su gran inteligencia, en los hijos muertos... qué se yo. Cuando volví a pasar con el coche, Juana seguía llorando en la puerta, esperando a los médicos de la Fundación Cudeca. Me pregunté si, en su tristeza honesta, en su soledad repentina con un océano que la separa de su hija colombiana a la que manda dinero, sabrá que lo mejor que le pasó a Carmen en su desgraciada vida fue que ella estuviese a su lado, día y noche, en los dos últimos años.

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