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  • Caligrafía española

Una de esas magníficas exposiciones a las que nos tiene acostumbrados la Biblioteca Nacional, una espléndida antología de objetos perdidos, y junto con su título, «Caligrafía española, el arte de escribir», una reflexión sobre qué es lo que queda tras el paso de la historia: algo más que sólo geografía.

Me veo de niño aprendiendo a escribir, mojando la plumilla en el tintero y con párvulo pulso tratando de lograr esos palotes precisos y paralelos, necesarios ejercicios para agilizar la mano. La caligrafía es el arte de escribir con letra bella y correctamente formada, pero al mismo tiempo es el conjunto de rasgos que caracterizan la escritura de una persona, señas de identidad tan fiables como las huellas digitales, huellas de sensibilidad e inteligencia, el rastro que va del concepto al trazo. En palabras del lírico calígrafo chino Wang Xizhr: «La escritura necesita del sentido, mientras que la caligrafía se expresa sobre todo mediante la forma y el gesto: eleva el espíritu e ilumina los sentimientos». En España, por poner una fecha inicial la de 1548, se publica la obra de Juan de Icíar Arte subtilísima, por la cual se enseña a escribir correctamente, y a partir de ahí nace una forma de escritura española con inclinación de las letras hacia la derecha y concatenadas en una palabra, conocida como bastarda o bastardilla y muy parecida a la manuscrita de hoy en día, además de ser considerada como la base para la letra cursiva de imprenta. Sigue matices preciosistas entre bastardilla, redondilla e itálica y hay que ver entrecruzarse el grafismo y la poesía. Una muestra sin estampa del Códice Chacón: «Tu que me miras ami/ tan triste mortal y feo/mira pecador deti que/qual tu me vees me vi/verte has como me ve/o». Las licencias gramaticales en realidad son exigencias de la tipografía que hoy proporcionan un cierto encanto añadido. Escribas, copistas y amanuenses ascendieron a calígrafos y en su tiempo la grafía adquirió tal relieve que el manuscrito se prefirió para ciertas circunstancias a la imprenta, era un texto personal y único sin intermediarios como la censura, y su prestigio se extendió a documentos notariales, actas y diplomas, y los nobles adquirieron destrezas caligráficas desde muy temprana edad: «Nuestra letra es un carácter gallardo, liberal, trabado con verdadero magisterio que sin rubor puede llamarse letra española y carácter nacional». Pero pasado el tiempo, ¿qué fue de aquella letra? La elegancia formal obtenida palote tras palote naufragó estrepitosamente en la facultad con la apresurada y caótica toma de apuntes, y con la traidora ayuda del bolígrafo, y así la bastardilla se transformó en letra de médico. Con gloriosas excepciones. Cuando en plena transición al niño Ángel Ortiz le preguntaron «¿Quién escribió el Quijote?», y el niño respondió: «Mi padre», no pudieron reprenderle ni corregirle. Su padre, Ángel Ortiz Alfau, prestigioso crítico literario bilbaíno, era un maravilloso pendolista que se ganaba un necesario sobresueldo transcribiendo a mano obras maestras; suya es esa primera parte de El Quijote que en la Biblioteca Nacional, en la cámara de raros, manuscritos e incunables, se archiva bajo el epígrafe de «Manuscrito Ortiz». Hoy la caligrafía se refugia en el diseño gráfico y editorial, en marcas y maravillas impresas, pero ha desaparecido de la mano de las personas e incluso de la de los escritores. La famosa sentencia latina de las palabras vuelan, lo escrito permanece, hoy se remata irónicamente en inglés: «Verba volant, scripta manent (except for e-mails: blowin' in the cloud)».

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