Hace tres años ya que Alicia dejó de vivir en el país de las maravillas y el agujero por el que cayó la llevó a conocer la soledad. Allí no se encontró con ningún Conejo Blanco o Liebre de Marzo, sino con la Verdad, esa dama fría en forma de espejo, que no le dijo si había en el mundo alguien más guapa que ella, porque esa cualidad la tenía otro que no pertenecía a este cuento, sino que le mostró la nada, el vacío insondable que se abismaba tras sus ojos castaños.

Tres años habían pasado desde que Alicia supo que había perdido la exclusividad de las caricias de su marido. Que su cabello rubio platino, que escondía sus primeras canas libres de amoniaco, exploraba otros territorios. Que otras pieles, que aún no precisaban de leches corporales ni cremas antiarrugas libres de parabenos, se rozaban con la suya en casas ajenas.

Alicia cayó en la lona, sonada, como un boxeador al que golpean por el flanco que consideraba más protegido. Y se quedó sola, por mucho que sus tres hijos pequeños la acompañaran, por mucho que su madre, viuda desde hacía más tiempo, tratara de desvivirse por ella.

Yo no conocía a Alicia, nunca la había visto por la farmacia. Ella me dijo que alguna vez había entrado. A por una loción para los piojos de los niños, buscando una crema para las ojeras tras la que ocultar su pena... Recuerda que una vez se llevó una oferta de cápsulas para detener la caída del cabello que los tintes y el estrés se empeñaban en contrarrestar.

Aquel día vino, como siempre según ella, desesperada, en busca de un colutorio que curase las llagas que le quemaban la lengua, la boca entera, que calmase el ardor que le reconcomía el alma. Había probado con todo, había visitado a no sé cuántos médicos, incluso especialistas, pero nada, nunca había logrado resolver el problema que apareció, también, como todo lo malo, hacía casi tres años.

La hice pasar a la consulta y le pregunté por los medicamentos que tomaba. Me respondió que no tenía mucho tiempo, y que tampoco entendía muy bien que un farmacéutico tuviera una consulta en la farmacia, incluso quiso saber si también era médico. Le dije que no, que no lo era, pero que el antidepresivo que tomaba podría ser el causante, y que le iba a escribir una nota a su médico para que lo sustituyese por otro diferente que no le produjera ese problema.

No supe más de Alicia hasta la semana pasada. No la reconocí, ella fue la que se identificó. El rubio platino 7D de su cabello se había tornado en un castaño caoba 4M que le favorecía más si cabe. Sentí un latigazo helado en la espalda cuando me mostró su lengua, libre de heridas y cicatrices del pasado. También me confesó que, desde que había cambiado el tratamiento, las bolsas en los ojos habían desaparecido. Estaba feliz, dormía mejor e incluso pensaba plantearle a su médico suspender poco a poco el nuevo antidepresivo. Hasta practicaba zumba en un gimnasio.

Me dijo que quería agradecerme lo que había hecho por ella invitándome a cenar, que ese fin de semana los niños estarían con su ex, y su madre en un viaje del Imserso. Otro escalofrío recorrió mi espalda hasta la nuca. Me excusé, balbuceé una disculpa que ni yo mismo creí. Lo último que deseaba, bueno, no, lo último que deseaba, no, lo que no creía que debiera hacer era volver a comenzar el cuento.

 

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