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  • Oscar Wilde y su estatua

Oscar Wilde no se recuperó jamás del desastre que le supuso la condena a trabajos forzados por conducta inmoral. No recuperó la alegría de vivir, el ingenio que lo caracterizaba ni la mordacidad. Incluso la frivolidad le abandonó y pasó a ser una persona triste, vencida, un tanto patética, que contrastaba con el Oscar Wilde desafiante y arrogante de su época de éxito. 

Había sido un dandi, un provocador, un hombre ingenioso que llenaba sus obras de frases ocurrentes, a veces en exceso, casi siempre un poco cínicas. La condena lo convirtió en un apestado y ya no fue capaz de volver a escribir obras de teatro, si bien dos de sus mejores obras, o al menos las más auténticas, se basan en sus experiencias en el penal: De profundis y Balada de la cárcel de Reading. En esta última se lee una de sus frases más célebres: «Todos los hombres matan lo que aman, ¡todo el mundo debe oírlo! Unos lo hacen con una mirada áspera, otros con una palabra aduladora, el cobarde con un beso y el valiente con una espada».

Wilde murió arruinado, lleno de deudas, agobiado por los acreedores, sin recursos para mantenerse. En las cartas dirigidas a sus amigos aprovechaba para pedirles dinero, aunque fuese un billete de cinco libras. Sobrevivió gracias a la amistad de algunos leales, como Jean Dupoirier, propietario del hotel «d'Alsace», donde Wilde se hospedaba, y que más de una vez pagó las cuantiosas deudas de Wilde, entre ellas unas 170 libras esterlinas de la época, más de catorce mil euros al cambio, que correspondían a los gastos ocasionados por la enfermedad que le llevó a la tumba. Sólo la cuenta de la farmacia ascendía a 20 libras esterlinas.

Wilde murió el 30 de noviembre de 1900, pero sus acreedores no recuperaron su dinero hasta 1906, gracias al renovado interés por su obra y a la buena gestión económica realizada por uno de sus mejores amigos, Robert Ross, que fue su albacea y a quien escribía a menudo desde la prisión de Reading, con frases como esta, que evidencian su estado de ánimo: «Sé que cuando un espectáculo dura demasiado, los espectadores se cansan. Mi tragedia ha durado demasiado; el clímax ha pasado; el final es vulgar; y soy perfectamente consciente de que cuando llegue el final volveré como un visitante no querido a un mundo que me rechaza».

Sus cenizas fueron trasladadas al cementerio parisino de Père-Lachaise y un donante anónimo envió mil libras esterlinas para que en el cementerio se erigiese un monumento en memoria de Oscar Wilde. La condición era que el monumento debía ser encargado al escultor Jacob Epstein, un neoyorquino de 28 años que había estudiado en París con el escultor favorito de Wilde, Rodin. Epstein aceptó el encargo y se trasladó a las canteras de Derbyshire y seleccionó un bloque de piedra de 20 toneladas que hizo transportar a su estudio de Londres. Dedicó nueves meses al proyecto, un ángel demonio visto de través, «un personaje alado arrastrado al espacio por un irresistible destino». La estatua estaba dotada de unos genitales masculinos muy visibles, lo que provocó un gran escándalo. Ross le rogó que modificase la estatua y suprimiese los genitales, pero Epstein se negó. El director del cementerio ordenó cubrirlos con yeso y Ross mandó hacer una hoja de parra de bronce y con ella tapó los genitales de Wilde. Un grupo de artistas arrancó la hoja de parra, que volvió más tarde a su pudibundo uso. Las autoridades prohibieron el acceso a la estatua hasta 1914. En 1922 unos escolares fueron descubiertos cuando trepaban los muros del cementerio, de noche, para cortar los órganos genitales de la estatua. En la actualidad, la tumba está tal como la realizó Epstein y como sin duda le hubiese agradado a Wilde, los genitales bien visibles, a él que esos órganos le causaron tantos problemas y sinsabores. En la tumba se leen unos versos de La balada de la cárcel de Reading: «Y por él lágrimas ajenas llenarán la urna rota tiempo ha de la Piedad; pues quienes lo lloren proscritos serán, y los proscritos siempre lloran».

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