La farmacia siempre ha sido, al menos hasta ahora, un establecimiento en el que la industria ha confiado para introducir novedades; así fue con el agua mi­neral, con los tampones higiénicos, y con medicamentos que lo fueron enton­ces y ahora ya ni tan siquiera son caramelos. Se trata de un proceso evolutivo natural que no debe extrañarnos ni preocuparnos en exceso mientras la socie­dad continúe confiando en el farmacéutico. No obstante, es normal sentir cier­to vacío en el estómago cuando ves esos productos campar a sus anchas en el mercado; incluso la rabia puede apoderase de nosotros pensando en todo lo que hemos aportado para normalizar su uso y para prestigiarlos, pero la vida es así y no la vamos a cambiar. El farmacéutico siempre debe estar al lado de la innovación y aportando su criterio profesional para indicar su buen uso. Es una de nuestras funciones.

Lo realmente indignante es que, en una situación como la que estamos vi­viendo, un producto innovador como los autotest de antígenos haya necesita­do meses para que su dispensación sin receta en farmacias fuera autorizada. Va contra cualquier lógica. Tan solo algún interés económico, el poder de al­gún lobby profesional más preocupado en marcar caninamente su territorio que en analizar de forma global la emergencia sanitaria, la ceguera miedosa de los políticos o la macedonia de todo eso, puede explicar la tardanza en su in­troducción en las farmacias.

¿Tan difícil es leer correctamente la historia? ¿Tan difícil es asumir que las farmacias son un establecimiento adecuado para explicar el buen uso de un producto?

Somos capaces de hacer autocrítica, de conocer los muchos déficits que te­nemos, pero del mismo modo sabemos de nuestra capacidad de empatía con los pacientes, sabemos de la confianza que nos tienen, y estamos seguros de que nuestra base profesional es la adecuada para asesorar en el buen uso de una herramienta tan útil como los test de antígenos.

Una buena amiga de nombre floral me dijo algo, hace ya años, que aún va dando vueltas en mi cabeza: «Una de las mejores cosas que tenemos los far­macéuticos es que somos buenas personas». Todos conocemos a algún farmacéutico que se escapa de esta sentencia, pero creo que en el fondo de la frase se esconde una gran verdad. Sin embargo, es importante que nadie se lleve a engaño: la bondad no es sinónimo de ingenuidad. Si estamos indigna­dos, lo decimos y ya está. Porque esta vez tenemos razón.

¿Tan difícil es asumir que las farmacias son un establecimiento adecuado para explicar el buen uso de un producto?

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