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  • Tribulaciones de Júpiter

Para nacer, el dios romano Júpiter, el Zeus de los griegos, no lo tuvo fácil. Sus padres eran Saturno y Cibeles, y el primero, que temía ser destronado por alguno de sus hijos, los devoraba al nacer, tal como hacen los leones para eliminar en su origen a sus futuros competidores. Cibeles aborrecía la costumbre de Saturno y, cuando nació Júpiter, lo envolvió en unos pañales con piedras, de modo que Saturno, al devorarlo, tuvo que vomitarlo a continuación. La aprensión de Saturno estaba más que justificada, pues, en efecto, y tal como temía, Júpiter lo destronó y sustituyó.

Después Júpiter se casó con su hermana Juno, como para anticipar el cúmulo de desastres que iba a ser su matrimonio. Dios del cielo y soberano de los dioses, creó las nubes y las controlaba con sus rayos. Su apetito sexual no se satisfacía con Juno, así que seducía a cuantas diosas, semidiosas o mujeres se ponían a su alcance, utilizando para ello todo tipo de artimañas. Convirtiéndose en lluvia de oro sedujo a Dánae, engañó a Leda adoptando la apariencia de un cisne, y cometió muchas otras tropelías para desesperación de su hermana y esposa, Juno, a la que castigaba atándola o suspendiéndola poniendo en sus pies un pesado lastre para que no pudiera perseguirlo.

Quizá su episodio amoroso más memorable fue su aventura con Ío, a la que sedujo convirtiéndose en nube, aprovechando que reinaba sobre ellas. Correggio ha pintado sobre esa unión un lienzo memorable, que se conserva en el Museo de Historia del Arte de Viena. El cuadro es de una gran sensualidad y elegancia, muy característico de los temas mitológicos de Correggio, que también pintó el tema de Leda y el cisne, conservado en la Gemäldegalerie de Berlín. Los estudiosos de la mitología han alabado las metamorfosis de Júpiter para satisfacer su apetito sexual, pero no han dicho una palabra de la facilidad con que sus amantes, que lo rechazaban como dios, lo aceptaran como lluvia de oro, nube o cisne.

Juno solía enterarse de las andanzas de su infiel esposo, y esta vez no fue una excepción. Alertada, corrió a impedir la infidelidad de su marido y hermano, pero éste convirtió a su amada Ío en una bellísima vaca. Juno sospechó de inmediato al ver a la agraciada vaca y, para desesperación de Júpiter, exigió que se la regalase. Júpiter no supo cómo negarse y Juno la puso bajo la vigilancia de Argos y sus cien ojos, pero Júpiter no se resignó a perder a su amada y envió a Mercurio para que lo matase y, sin pensárselo mucho, Mercurio lo degolló. Juno, enfurecida al perder a su fiel vigilante Argos, se quedó con sus cien ojos y los puso en la cola de los pavos reales para acrecentar su belleza. Cuando Juno se vio privada de Argos, descargó su cólera sobre la pobre vaca Ío y lanzó contra ella a un tábano que la picaba continuamente y le producía heridas y convulsiones. Desesperada, Ío vaca huyó, cruzó el Mediterráneo y llegó a Egipto, donde suplicó a su lascivo e inconstante amante que le restituyera su forma primitiva y le permitiera alumbrar a un hijo. Júpiter accedió y así nació Épafo, hijo de las caricias de Júpiter y de Ío por fin liberada de su condición de vaca. Épafo fue rey de Egipto, pero los celos y la cólera de Juno lo persiguieron igual que a su madre, y ésta ordenó que lo raptasen y, después de no pocos avatares, Juno, la Hera de los griegos, decidió que Épafo debía morir mientras cazaba y convenció a los titanes para que se alzaran contra Júpiter. Los titanes devoraron al hijo de Ío antes de ser arrojados al Tártaro por el encolerizado Júpiter, harto de la continua vigilancia de su poco tolerante esposa. La imaginación desplegada en la mitología clásica es fascinante, y siempre me he preguntado quién inventó estas historias de dioses y cosas del Olimpo. Quizá la fantasía sea el antídoto habitual contra la mediocridad y el aburrimiento, contra el decepcionante principio de la realidad.

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