Cuando escribo estas palabras, Lourdes lucha a brazo partido en un largo combate por apurar un tiempo más de vida. Los inviernos han sido cada vez más duros para ella, y éste, que ni siquiera ha comenzado cuando tecleo este artículo, tiene todos los visos de ser el último. Pero también lo fue el anterior, y el anterior a éste, y...

Recuerdo que, en 2011, cuando escribía mi primera novela Aquel viernes de julio y fue ella una de mis principales confidentes para crear la historia, me regaló una foto a modo de despedida, como herencia en vida entregada a quien tan sólo era su farmacéutico. Era una foto de la casa original en la que sucedieron los primeros hechos de aquella historia. Me mandó llamar a la farmacia, postrada en su cama a consecuencia de una bronquitis más a la que cada invierno la abocaban sus repetidas crisis asmáticas. Consciente de una despedida que luego ha pospuesto al menos siete años, me entregó la imagen de «Villa Rocío», aquel chalet de las afueras de la ciudad de principios del siglo XX en el que sucedieron en mi imaginación los hechos que iniciaron el relato.

Lourdes fue pescadera, tenía una freiduría frente a la farmacia y era mi primera parada antes de las guardias de noche en aquellas épocas de horarios comunes. A pesar de que me conocía desde niño, de cuando jugaba con mis hermanos en la puerta de la farmacia, durante las largas tardes de sábados de guardia en las que mis padres no tenían con quien dejarnos, nunca quiso quitar el «don» a mi nombre, porque «usted tiene carrera». Mientras que para las demás de su generación yo era, y sigo siendo, Manolito, el niño de doña Marina, para ella siempre he sido don Manuel, aunque eso nunca le impidió, a Dios gracias, besarme al entrar en la farmacia y al despedirse cada vez que ha venido todos estos años.

Una conversación entre Lourdes y Eduardo, ya fallecido, desencadenó aquella novela que narra una historia de amor durante los primeros meses de la Guerra Civil española. A partir de la anécdota que escuché de labios de aquellos dos niños de la guerra, organicé una serie de meriendas en la consulta de la farmacia, una consulta que ha servido para todo, con pacientes mayores de ochenta años que vivieron la guerra como ellos, unas reuniones inolvidables con personas entrañables de las que sólo queda Lourdes, que además fue a la única que no le gustó la novela, porque leerla le trajo recuerdos muy tristes.

Lourdes lleva meses en cama. Quién sabe si será capaz de darle otra vuelta de tuerca a la vida, lo que daría yo por verla aparecer otra vez por la puerta de la farmacia, por escuchar ese don Manuel que nunca conseguí hacerle cambiar. Lo que daría por oír sus advertencias de no cambiarle la marca de pañal ni mucho menos darle un genérico.

La pescadería hace años que cerró, y me temo que su antigua dueña pronto cerrará su ciclo también. Y con ella se irá una más de aquellas personas que vio al niño que jugó, al joven que se ilusionó con una nueva forma de entender la profesión, y al hombre que decidió, con su ayuda inconsciente, dar un golpe de timón a su vida hacia nuevas singladuras.

Lourdes es de esas personas que acuden cada día a nuestras farmacias y nos recuerdan, aun sin saberlo, que tenemos el privilegio de trabajar en lugares en los que las personas todavía nos revelamos como los seres humanos que somos y que a menudo olvidamos. Somos humanos a través de la humanidad de los demás, nos recuerda la filosofía ubuntu. Quizá no exista un espacio tan acorde a esta filosofía como una farmacia de barrio, ésa a la que las Lourdes del mundo acuden para recordarnos que en el mundo todavía hay lugar para la esperanza.

 

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