La calle en la que trabajo huele a aceitunas gordales. Ése es el aroma que me recibe cuando llego apresurado, y el que me despide al retomar el camino de regreso. Doblo la esquina y veo a Domingo abrir su quiosco, para vender los primeros cupones a los más impacientes. Domingo es el hijo del farmacéutico que regentaba la oficina de la plaza contigua. Un desgraciado atropello lo incapacitó, y hoy intenta dar la suerte a los vecinos. Cupones, bonolotos... La esperanza impresa para la gente del barrio: para los abuelos que desean arreglar la vida de su familia, para los parados que sueñan con abandonar las colas del INEM, para los que tienen pero nunca les parece bastante...

Junto a Domingo, el reparador de máquinas de coser espera paciente a una clienta que ya no existe, porque quién cose ya en estos tiempos apresurados, de obsolescencia programada incluso para los tejidos que fabrican niños hacinados allá donde nace el sol.

La calle en la que trabajo huele a aromas antiguos, a plantas medicinales que aguardan compradores en la cesta de la motocicleta del recolector, a tomates robados en las huertas de las afueras... Mi calle huele al cuero que venden africanos que un día cruzaron el mar buscando un futuro que, como máquina de coser defectuosa, nunca termina de aparecer. Y también huele a plantas, a fruta fresca, a chicharrones de Cádiz y a churros que hacen sucumbir a diabéticos ayunos de voluntad.

La calle que me alimenta es una daga que atraviesa las heridas abiertas de la ciudad, que comunica en apenas unos metros a los habitantes que no quieren saber nada con otros que nada son. La calle recibe esperanzada el sol de la mañana desde el oriente de los pobres, bienaventurados ellos que heredarán la tierra, y triste lo despide al atardecer por el occidente de los ricos, esos que jamás atravesarán el ojo de una aguja, con camello o sin él. Y más tarde llega la soledad de la noche, y aquellos que no tienen dónde caerse vivos aparecen para ocupar sus bancos y soportales en los que protegerse del mundo.

Allí conviven un antiguo director de hotel y un yonqui superviviente de los ochenta, un maestro de escuela jubilado y una prostituta en decadencia. Mi calle es un zoco, un gran almacén al aire libre, en el que puedes rejuvenecer unos zapatos viejos, cortarte el pelo, echar una cana al aire, comprar ropa, venderla, comprar fruta, venderla, llamar a la policía, correr cuando viene, comprar carteras, limpiar las de los otros, jugar, beber, fumar, dejar de fumar, rezarle a varios dioses, vestirte, desnudarte, comprar oro, venderlo, o perder las muelas, con anestesia o a trompazos.

Mi calle es la ciudad que vive y que ignoran sus cronistas oficiales, especialistas en rasgarse las vestiduras por lo que se fue cuando nunca se ha ido, porque permanece entre los humildes. Mi calle es la ciudad que resiste, la que destruyen y reaparece por ensalmo en otro lugar.

Por eso, cuando me jubile, mi única aspiración será que me hagan un hueco en alguno de sus bancos para seguir contemplando el mundo. Y así hasta el día en el que ya no pueda volver a oler sus aceitunas gordales, y me marche a aquel lugar del que no se vuelve, donde las máquinas de coser aún tienen quien las cuide.

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