Las mesas desordenadas son la morada de diminutos gnomos que se dedican a trajinar papeles, papelotes, revistas, periódicos, catálogos, tarjetones, tarjetas, recibos, comprobantes de pagos, facturas, albaranes, libros, fotografías. La suya debe ser una tarea agotadora. 

Sin pausa, con esa diminuta malicia que siempre mueve a los duendes, se dedican a joder al personal. Tienen pequeño el corazón y también el alma. Son como si a la mezquindad y a la cortedad de miras les hubieran salido bracitos y piernecitas, se colocaran un gorrito rojo y se escondieran entre mis papeles. A veces tengo tentaciones de levantarme por la noche para sorprenderlos en su tarea maléfica y aplastar a alguno de esos despreciables personajillos mientras corretea entre mis papeles.

Son astutos. Estoy convencido que han adaptado su horario de trabajo a esas horas en las que soy absolutamente incapaz de levantarme de la cama. Esas horas perdidas entre las tres y las cinco de la madrugada son las que aprovechan para, en una orgía de frenéticos y cortos trayectos entre los montones de mis papeles, cambiarme con impunidad las cosas de lugar. Sin otro objetivo que hacerme perder el tiempo. Presiento sus risitas desde sus escondrijos mientras observan mis ojos encendidos y las venas hinchadas en mis sienes y les insulto en un intento vano de disimular mi impotencia.

Se ceban en mí porque me tienen envidia, estoy seguro que no soportan que sea un gigante para ellos. Me los imagino sintiendo el sádico placer de observar como soy incapaz de controlarme e incapaz de ejercer mi supremacía física sobre ellos.

Por esa razón, cuando encuentro las páginas del cuento que tengo a medio escribir, me alegro tanto. Les he vencido otra vez. No soporto a esos personajillos graciosos de los cuentos.

Las páginas escritas están llenas de borrones negros que dibujan un estampado parecido al pied-de-poule de las chaquetillas que la elegante Coco Chanel popularizó en la década de los cincuenta.

La historia de duendes en la que me he visto inmerso es un pequeño martirio. Me he hundido en ella sin tener claro el camino que voy a seguir. Esa falta de planificación es la razón principal por la que las palabras no encuentran su sitio y acaban desdibujadas bajo los trazos nerviosos de mi mano que pretenden hacerlas desaparecer bajo la misma tinta que antes las ha creado.

Debe de haber alguna razón que explica la ira que me provocan los hombrecitos nocturnos, alguna razón distinta de la que puede parecer a primera vista. Es difícil imaginar que la ira esté provocada por alguien al que nunca has visto y lo cierto es que nunca he visto a ninguno. Sólo recuerdo las imágenes que tengo de ellos, las estatuillas en algún jardín de alguna cursi segunda residencia y alguna imagen en algún viejo libro de cuentos en las estanterías de mi habitación en casa de mis padres, en la que aún descansan los libros de mi niñez.

Cada vez tengo más claro que esos pequeños hombrecillos son una excusa, un recurso literario para expresar la rabia que me produce mi incapacidad para tener los papeles ordenados. Ése, y no otro, es el motivo de mi frustración.

Desplazar la responsabilidad es un método que utilizamos con frecuencia. Trasladamos nuestras deficiencias y el vértigo que nos produce el esfuerzo necesario para corregirlas, hacia los otros. Y si los otros no existen, los inventamos. Puede tener sus ventajas, pero también tiene sus limitaciones.

La limitación principal es que los demás, ésos que sí son reales, saben muy bien que los duendes no existen.

No nos conviene caer en esa tentación, porque, aunque parezca que es una estrategia que nos puede ser útil, estamos firmando una pesada hipoteca que a la larga puede salirnos cara y en el peor de los casos arruinarnos completamente.

Puede parecer que estoy escribiendo un sermón desde el púlpito que me ofrecen estas páginas. Nada más alejado de mi intención. Del mismo modo que critico las excusas, me revelo frente a los que se autoinculpan de todo lo malo que nos sucede. Saber encontrar el equilibrio, encontrar el centro de la circunferencia en la que nos movemos debería ser una condición importante antes de escoger el camino a seguir, pero al mismo tiempo deberíamos tener muy en cuenta que si el momento de escoger se acerca peligrosamente, la opción prioritaria debería ser la que depende exclusivamente de nosotros.

En los momentos que la tempestad arrecia, nuestros valores, nuestra misión al fin y al cabo, deberían ser el faro que nos guíe. En los momentos de zozobra, de cabreo mayúsculo por el deterioro del negocio y por la inseguridad en el cobro de los servicios prestados, es importante saber discernir entre lo que son incumplimientos de los otros y lo que es responsabilidad nuestra.

Cuando hablo de nuestra responsabilidad no me estoy refiriendo a lo que hemos hecho mal o lo que hemos dejado de hacer, sino a lo que deberíamos estar cambiando. Ésa es nuestra responsabilidad en estos momentos. Lo que va a suceder en nuestro entorno, lo que depende de los otros, es una circunstancia, pero la reflexión y la decisión sobre lo que es preciso que nosotros hagamos no es circunstancial, es esencial.

Podemos sentirnos conformados, como yo he hecho con los hombrecillos nocturnos, traspasando nuestra ira a los demás, pero esta maniobra no va a evitar nuestra irresponsabilidad si lo que pretendemos es evitar tomar las decisiones que las circunstancias presentes requieren.

Gandulff es el más viejo de la tribu, tiene cuatrocientos treinta y tres años y vive con Martina y sus cuatro hijos en el interior de un árbol del bosque de las tierras del Norte. Es un tipo apacible al que le gusta pasear por el huerto donde cultiva diminutas berenjenas y pimientos. Es cultivado y sabio. Le gusta leer los libros antiguos en los que se hace referencia al antiguo conocimiento. En algún capítulo de esas páginas viejas aparecen descritos unos frágiles gigantes de raras costumbres. Sus antepasados parece que los conocieron, pero él ni los ha conocido ni tiene muchas ganas de toparse con alguno de ellos. Todo indica que están un poco locos y él lo que quiere es vivir tranquilo y en paz con su familia y sus amigos.

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