Las vanguardias destruyeron uno de los principios básicos del arte: que la obra debía ser independiente de los estados de ánimo del autor. Uno puede suponer que Tiziano o Velázquez tuvieran problemas y angustias, pero no los trasladaron nunca a sus cuadros.
Creaban distanciándose de sí mismos, e incluso en los estados de mayor agitación se abstenían de trasladar a sus lienzos su desesperación. Que los cuadros fuesen el reflejo del yo de los creadores, que expusiesen al desnudo sus angustias y soledades, era inimaginable. Mozart mostraba en sus cartas una desesperación de la que no hay el menor atisbo en sus partituras. Nadie, ni el propio creador, hubiera aceptado una obra cuyo principal mérito fuera reflejar la desesperación de su autor. El artista se distanciaba de su personalidad para crear una belleza idealizada en sus obras. Velázquez o Poussin son dos paradigmas de ese distanciamiento.
Seguramente fue Goya quien abrió las puertas del arte a la angustia del creador, con obras desgarradas y en ocasiones alucinadas, y por la grieta que abrió Goya se introdujeron todas las vanguardias. Van Gogh fue categórico: «Quiero que mis cuadros sean tan imperfectos y estrambóticos que se conviertan en mentiras, pero mentiras que son más verdaderas que la propia verdad». Con esa declaración, seguida al pie de la letra por los vanguardistas, el arte academicista fue condenado a muerte, convertido en algo obsoleto. Alma-Tadema o Bouguereau fueron sentenciados por la historia del arte porque su arte era bello y armónico y no reflejaba el menor desgarro ni tensión. El Guernica estaba en camino: miedo, angustia, protesta y desesperación. En una palabra: agitación.
Francis Bacon fue quien encarnó con mayor autenticidad el nuevo paradigma: el arte como sabotaje, el artista como un ser solitario, rebelde y desesperado. Lo advirtió certeramente Cyril Connolly, en su último editorial de la revista Horizon en 1949: «De ahora en adelante se juzgará a un artista sólo por el eco de su soledad y la calidad de su desesperación». Un ideal anticlásico, el programa de las vanguardias del siglo XX, del arte calificado por los nacionalsocialistas de degenerado. Un arte transgresor que sirve de amplificador del alma desgarrada del autor, un arte que sólo adquiere sentido mientras siga funcionando el paradigma de que el arte debe ser el reflejo de un mundo torturado.
Los cuadros de Bacon no funcionarían si no se aceptase que un amasijo de carnes torturadas y desgarradas, que una boca enloquecida, que un aullido deshumanizado, no son el reflejo de la angustia del pintor, sino una obra de arte, el prototipo del acto creador. Bacon era muy lúcido al respecto: «Sólo yendo demasiado lejos puedes aspirar a romper el molde y crear algo nuevo. El arte es una cuestión de ir demasiado lejos». Tiziano, Rafael, Rembrandt, Velázquez y Turner no hubieran estado de acuerdo, y Bach todavía menos. Para ellos, el arte era la habilidad de crear orden, serenidad y belleza, sin ocultar los dramas de la existencia, pero dentro del decoro, el autocontrol y el buen gusto. Compárese el retrato de Inocencio X de Velázquez, el mejor retrato del mundo, con las muchas versiones que Bacon hizo de ese cuadro y se advertirá la diferencia entre el arte clásico y las vanguardias. Lo que en Velázquez es el más implacable, lúcido y matizado análisis psicológico, en Bacon es aullido. Un Bacon que dijo: «Me gustaría que mis cuadros tuvieran el aspecto de que un ser humano hubiera pasado entre ellos, como un caracol, dejando un rastro de la presencia humana y una huella indeleble de los acontecimientos pasados, al igual que el caracol deja sus babas». El arte de las vanguardias: las babas del caracol.