No quería meterme en el berenjenal de mezclar el Erasmus con los últimos atentados terroristas en París. Y no lo quería hacer porque no soy quién para hacer un sesudo análisis sociopolítico de cómo hemos llegado a esta situación, ni de cómo va a afectar a los derechos que tanto hemos tardado en construir. Tampoco soy conocedor de los protocolos a seguir por los cuerpos de seguridad de cualquier estado, ni estoy entrenado en tácticas militares o armamentísticas.

Soy profano en todo lo antedicho, sin embargo vengo de una familia de periodistas; de los de toda la vida además, de los que no fueron a la Facultad sino a la Escuela (la de Madrid sigue en pie todavía, aunque ya no albergue esas funciones), de los pensaban que el periodismo, como cualquier oficio, no se enseña, sino que se aprende, de los que escribían cuartillas y hasta de los que trabajaban para sacar un periódico por la tarde (que eso a muchos de nosotros nos suena poco menos que a viaje en el tiempo); me considero, por tanto, un amante de la profesión, un amigo de la familia, y me veo en la obligación de entremezclar lo mío, el Erasmus, con la defensa de la libertad de prensa (que por otro lado merece también un debate, que tampoco va a ser hoy). Como ya hemos viajado a París, y ya expliqué entonces que me daba hasta vergüenza tener que venderles lo que se vende solo, he rascado un poco más en las portadas de Charlie Hebdo y eso me ha llevado a Dinamarca. Y es que el archiconocido Charlie Hebdo decidió reproducir las polémicas caricaturas que antes habían aparecido en el periódico Jyllands-Posten danés y el trágico final de esta desgraciada historia ya lo conocen.

Copenhague
Como defiendo que Charlie Hebdo pulique lo que quiera (dentro de los límites de una ética que tampoco me corresponde marcar a mí), y también que lo haga Jyllands-Posten, y en nuestro catálogo solamente tenemos un destino danés, hoy vamos a viajar a Copenhague (sé que el argumento está cogidito con pinzas, pero no era fácil).

Por empezar despachando lo malo, Copenhague tiene dos desventajas a las que suelo hacer referencia con frecuencia. En primer lugar el frío. A veces pienso que esto del frío puede ser cosa mía, y que habrá muchos (¿?) de ustedes a los que les guste e incluso lo prefieran al calor, pero luego se me pasa, y por eso lo comento. El invierno es duro. La temperatura máxima media en los meses de enero y febrero es de dos grados (eso no les puede gustar). Y lo que es peor, aunque esto es un denominador común en Europa, máxime cuando nosotros tenemos la franja horario que nos place, anochece a las cuatro de la tarde. Como puedo entender que la nieve les parezca romántica y el frío algo exótico, vamos a algo que no nos gusta a ninguno, y es que Copenhague, como el norte europeo en general, es carete. Y aquí ya sí, no me podrán llevar la contraria, salvo que sean ustedes de la familia Botín, Ortega o Koplowitz. Con lo generosa que es la beca no pueden vivir en Copenhague. Preparen ahorros, saquen el dinero de la primera comunión, que algún interés habrá generado ya, o pidan ayuda de una comunidad autónoma más generosa que la de Madrid.

Hagan sus cuentas, pero la residencia no saldrá por menos de 400 € (aunque allí no usan la moneda común europea, sino la corona, es decir que serían 2.970 coronas danesas) (residencias aquí y aquí). Los alquileres no son baratos tampoco. Dinamarca tiene algo en común con España, un lazo fuerte: ¡ha sufrido una crisis inmobiliaria furibunda! No sé exactamente explicarles el porqué (aunque entiendo que lo que hay son pocos pisos vacíos, lógicamente), pero por esa gracia, los alquileres son altos (si alguno tiene nociones de economía, que mire el informe del FMI). Incluso desde los canales oficiales aconsejan buscar alojamiento lejos del centro, pues a medida que nos alejamos las coronas se caen de los anuncios de alquiler. En cualquier caso, esta recomendación se basa en las buenas comunicaciones. El transporte público es estupendo, puntual como un reloj suizo, abundante, limpio. Pero eso hay que pagarlo, así que sumen a esta cuenta entre 30 y 100 €, según condiciones (223 y 740 coronas). Sin embargo, mi recomendación es que se pillen una bicicleta de segunda mano. Y cuando digo pillen no quiero decir que se la guinden a un rubio despistado ni que compren una cizalla entre cuatro españolitos y roben una para cada uno: seguro que algún estudiante del año pasado deja la suya en una tienda de segunda mano. Seamos europeos, pidamos lo imposible.

Y una vez que hemos hablado de lo feo, es decir, los dineros, vayamos a otros aspectos más amables de la ciudad (o el país). Y debo empezar por lo que, seguro, será uno de los mayores reclamos para muchos de ustedes: el idioma. Y no me refiero al danés, que difícilmente tendrán que usar para algo. Como me dijeron en una ocasión, toda la población danesa entre 60 y 10 años habla correctamente inglés (¡malditos críos! ¡Son como esponjas!), así que salvo que uno tenga interés en hacerse amigos fuera de ese rango de edad, todo irá bien. Hay una palabra que sí aprenderán en danés: hygge, cuya traducción es comodidad. Y es que es algo así como el Danish way of life (como todo, relacionado con el clima de cada sitio). Ni qué decir tiene que en el mundo académico, aunque hay clases en danés, en lo que nos atañe el inglés es el idioma oficial. La Universidad de Copenhague es moderna, en cuanto a que es puntera en docencia e investigación, pero tiene mucha tradición, pues fue fundada hace más de cinco siglos. Es la universidad más grande de Dinamarca (40.000 estudiantes), y una de las más grandes de Escandinavia. Esos 40.000 discentes son algo menos de la mitad de los más de 90.000 que hay repartidos entre los distintos centros educativos de la ciudad. Ambientazo en toda regla.

En cuanto a los sitios que no pueden perderse, si es para llevar a la familia, cojan el tren hasta Hillerød y enséñenles el palacio Frederiksborg y si quieren jaleos diversos (conciertos, vidilla, salir a correr, ahora que eso mola) no se dejen Fælledparken. Si son ustedes de los Botín o los Koplowitz también pueden aprovechar para ir al mejor restaurante del mundo, título que ostenta el restaurante Noma, y que ha ganado ya unos cuantos años (no les voy a engañar, yo de alta cocina no sé nada). Pero para mi gusto uno de los puntos fuertes de Copenhague es que es la puerta al resto de Escandinavia. Y esa puerta está engalanada, mejor dicho precedida, por el maravilloso puente de Oresund (para los seriéfilos el de Bron/Broen, el de la policía rubia que parece Sheldon Cooper, o para los fans de la Fisiopatología una agente de policía con un Síndrome de Asperger que no se aguanta). Demuestra un poco cómo son nuestros vecinos del norte: prácticos y efectivos. Cuando vi la serie leí la historia y resulta que a principios de los noventa en una de las dos ciudades (Malmö o Copenhague, para el caso da igual) había mucha demanda de empleo y en la otra mucho paro, pero claro, para llegar de un sitio a otro era necesario coger un barco y era demasiado lento. Así que se propusieron unir varias ciudades, lo que para muchos resultaba imposible, porque era necesario construir un puente de 16 kilómetros. Pero se pusieron de acuerdo, hicieron un megaproyecto de ingeniera y ahí lo tienen, el puente más largo de Europa, que además mejora notablemente las conexiones de Escandinavia con Europa y permite la simbiosis de las dos ciudades.
Poco o nada tiene que ver Copenhague con el semanal francés y bien podría parecer un reclamo para llamar su atención. Y miren, si por casualidad leen esto atraídos por mi insignificante homenaje y se van de Erasmus, ya habrá servido de algo mezclar churras con merinas.

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