Que para hacerse un buen profesional de la salud se necesita trabajar con pacientes lo saben ellos, los pacientes, mejor que nadie. Sin embargo, los que pretendemos serlo no lo tenemos tan claro, ya que, con más frecuencia de la recomendable, solemos admirar y reconocer a quienes publican en revistas científicas de prestigio, mientras se nos olvida que la experiencia clínica, la que se adquiere interactuando con esas personas a las que denominamos con paternalismo «pacientes», es la única vía para aprender a ayudar, misión de cualquier profesión que se precie.

Aunque ninguna profesión de la salud es ajena a este problema, ésta es una de las claves que explica la falta de implantación de servicios de seguimiento farmacoterapéutico en su sentido ortodoxo, y no el que han transfigurado quienes no son capaces de atender a pacientes en sus necesidades farmacoterapéuticas.

Somos los pacientes que atendemos, las personas que ayudamos a mejorar su salud y que nos ayudan a aprender a ayudar a otros. Si eso lo tenía claro antes, aún lo tuve más cuando conocí a Socorro y me permitió aprender con ella.

Conocí a Socorro cuando acudió a una de las sesiones que realizamos con pacientes en el Máster de Atención Farmacéutica de la Universidad San Jorge de Zaragoza, un milagro docente que llevamos a cabo desde hace años y en el que, en cada sesión presencial, trabajamos con personas de carne y hueso, para que los alumnos comiencen a adquirir esa experiencia clínica que siempre nos sorprende.

Filósofa de formación, Socorro me ha ayudado, nos ha ayudado a todo el equipo docente, a ser mejores profesionales. Gracias a ella hemos entendido hasta qué punto nuestro conocimiento técnico es subsidiario de la relación terapéutica, que es ésta, y no tanto los fármacos, la que es capaz de modificar de forma trascendental la salud de los seres humanos que viven acompañados de medicamentos.

Gracias a una relación sincera, en la que se pusieron sobre la mesa nuestros miedos y experiencias, nuestras aspiraciones y deseos, fuimos capaces de encontrar la conexión que ha permitido hallar la forma y el momento de dar respuesta a las necesidades farmacoterapéuticas de Socorro. Porque, para resolver problemas, siempre necesitamos un cómo –que está marcado por el conocimiento técnico– y un cuándo –que lo marca quien usa los medicamentos.

Veinticinco años después de haber empezado a ver «pacientes» –vocablo que quiero dejar de usar pero que aún es esencial para hacerse entender en un artículo–, tras cientos, miles de personas atendidas, todavía es posible crecer. Y doy fe de que uno se hace más grande como profesional cuanto más empequeñece su ego, cuanto más abre los ojos para ver y los oídos para escuchar.

Trabajando con Socorro, junto a ella, con ella, ha podido dejar de fumar, poner a raya su diabetes, adelgazar y bajar su perfil lipídico o su presión arterial. Pero también ha agrandado su sonrisa y ha recuperado el placer por caminar y por estar en el mundo. Y yo también he agrandado la mía, porque Socorro me ha recordado que los profesionales somos personas cuando atendemos a personas y que, como ya nos recordaban algunas tribus africanas, sólo somos humanos a través de la humanidad de los otros. Gracias, Socorro, por regalarme humanidad. Atender personas es un privilegio. No te lo pierdas, tú que puedes.

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