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Debatir sobre el futuro de una profesión siempre es sano, enriquecedor. Escuchar puntos de vista diferentes, teorías o propuestas que uno no había llegado a formularse, permite pensar entre muchos, lo cual suele ser por lo general bastante más positivo que hacerlo solo. Los grandes problemas que atentan contra la productividad del debate, que lo pueden hacer estéril o incluso desgraciado, suelen ser dos: la actitud de los que debaten y el diagnóstico del problema, que en el caso de los farmacéuticos suele tener que ver con la esencia de nuestra profesión y el papel que desempeña en la sociedad. Si una actitud inadecuada puede llevar a situaciones desagradables, el no acordar una hipótesis de partida común puede llegar a lo que, en términos marinos, se denominaría «diálogo de besugos».

Los farmacéuticos, como es normal, al igual que en cualquier otra profesión, suelen estar preocupados por su futuro y tienen interés en escuchar propuestas e ideas. Las profesiones que sobreviven siempre son las que están atentas a las necesidades cambiantes de la sociedad en lo que respecta a su papel, de ahí que la innovación, la renovación e incluso la reinvención sean materia imprescindible de investigación y reflexión para permanecer siendo útiles. Resolver problemas de la sociedad y posibilitar dicha resolución mediante una forma de retribución económica que garantice el ejercicio profesional son aspectos tan fundamentales como establecer unas reglas de juego éticas y de actuación que garanticen la seguridad de los destinatarios y beneficiarios de la práctica profesional.

Cambiar nunca es fácil. La resistencia al cambio es habitual en cualquier ámbito, en parte porque es cómodo no hacerlo, y en parte también porque es necesario establecer un camino evolutivo que garantice que la innovación tenga sentido y no sea la idea peregrina de un chalado, cosa que a veces pasa.

Uno de los grandes problemas de los farmacéuticos a la hora de establecer una hoja de ruta innovadora es la confusión de la hipótesis inicial, el qué es lo que somos, cuál es el papel que tenemos en la sociedad, para así poder profundizar en la forma en la que podemos mejorar y en nuestro papel. Con frecuencia confundimos el qué somos con el cómo lo hacemos, el qué creemos que somos con el cómo nos ven los otros, cuál es nuestra función y cómo se ha diseñado la retribución para cumplirla. El gran peligro de no tener un qué común es caer en un diálogo estéril, de besugos, y si el qué lo confundimos con el cómo podremos llegar a deducciones tan lógicas como inútiles y que podrían rellenar decálogos, manifiestos y manuscritos tan llenos de palabrería como vacíos de contenido. En definitiva, pasar del diálogo de besugos a marear la perdiz, y que hagan con nosotros el agosto los que viven de la confusión.

Hace ya unos veinticinco años que los farmacéuticos comenzamos a escuchar que necesitábamos renovar nuestro papel ante la sociedad. Poco se ha avanzado al respecto, a pesar de la creciente toma de conciencia de que el futuro no está en el valor y la transacción de lo que albergamos en nuestras estanterías, sino en lo que se aloja en nuestras mentes, en el conocimiento. Mucho se ha debatido y publicado; sin embargo, son escasos los avances. Por una confusión en lo que somos continuamos buscando productos que vender, mientras dejamos al margen el valor más importante que tiene una profesión: su capacidad para modificar la realidad de las personas. En nuestro caso, dar salud evitando los daños que los medicamentos producen a las personas, maximizando su beneficio a favor de nuestros semejantes. O sea, lo que se espera de cualquier profesión.

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