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  • Quien no inventa, no vive

«Quien no inventa, no vive». Esta fue la frase que los periodistas destacaron más del discurso de la escritora Ana María Matute al recibir el premio Cervantes, en el pasado mes de abril. Como se citó también con la frase, la escritora parafraseaba a San Juan de la Cruz, en su sentencia de que «quien no ama, está muerto». 

Sin tener intención de compararme con la escritora, lo que dijo de nuevo me dio que pensar en relación a la atención farmacéutica, aunque quizás esta vez en un tono más personal, que voy a hacer a modo de confesión. Lo que, a una persona creyente y pecadora como yo, le supone reconciliación, en este caso conmigo mismo.

Llevo muchos años en esto de la atención farmacéutica. He conocido a muchos compañeros de viaje. Unos abandonaron el camino, otros lo siguieron por sendas diferentes, y otros continúan a otro ritmo. Como en cualquier proyecto, ha habido momentos duros, y otros realmente maravillosos. Y por supuesto, estos últimos siempre compensaron con creces. He amado la atención farmacéutica, y la he ido amando cada día más cuando, como amante persistente y emocionado, he ido descubriendo sus secretos escondidos. Y aún siento la curiosidad, hecha pasión, por seguir sorprendiéndome con ella cada día. Ha sacado de mí lo mejor que tengo, me ha hecho mejor persona, me ha endurecido ante la adversidad, y me ha fortalecido en el dolor.

Recuerdo esto en unos días difíciles para la atención farmacéutica. Uno de los peores efectos de la crisis es lo que acobarda. Nadie quiere saber nada de nuevos experimentos. Hoy parece que toca achicar las vías de agua que aparecen en un sistema sanitario que no funciona, que debe ser reformado, y que es más proclive a sacar las «cortoplacistas» tijeras de podar que a abrir nuevas puertas. Si cuando hubo bonanza no se quiso, si nunca se confió en nosotros, a pesar de las buenas palabras con las que nos llenaron la cabeza, ahora se antoja bien complicado que sea de otra forma.

Tampoco nosotros hemos hecho mucho más, empecinados en una atención farmacéutica a la medida de nuestros intereses, y en que una práctica profesional tan novedosa, tan arriesgada, tan revolucionaria, iba a salir de una reunión de cabezas pensantes.

Ahora que los recortes siegan la hierba bajo mis pies, pienso en aquella vez que asistí a una primera charla sobre atención farmacéutica, cuando pude escuchar a mi gran maestro Paco Martínez, a María José Faus, a Mercé Martí. Recuerdo cuando mordí el anzuelo de la atención farmacéutica. Cuando comenzó este sueño de radicalidad, que he llevado hasta sus últimas consecuencias. Y solo se me ocurre pronunciar una palabra: gracias. Gracias por lo que he disfrutado, por las personas a las que he conocido, por quienes me han enseñado tanto; por los lugares que he conocido, por las maravillosas personas que he tenido la inmensa suerte de encontrarme en el camino. Gracias a los pacientes, que tanto me han enseñado de medicamentos, de la vida, que me han ayudado a prepararme para cuando me toque a mí padecer la enfermedad. De verdad, gracias.

Gracias a los que nunca creyeron en este proyecto, a pesar de que por su boca salieran otras palabras, incluso dulces. Gracias por abrirme los ojos. Nadie se hace daño sino a sí mismo; gracias por hacerme más fuerte. Y gracias también porque el amor a esta práctica profesional me hace no estar muerto. Gracias por la creatividad que genera en mí. Es demasiado presuntuoso hacer mía la frase de Ana María Matute, pero vivo y disfruto mucho creyendo al menos que lo estoy haciendo. Y gracias, a pesar de que esto no sea una despedida. Porque quien ama no está muerto, y sigo amando con locura a una práctica necesaria, y para la que no tengo ninguna duda de que le llegará el sol.

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