Escribo este artículo a principios del mes de abril, cuando España ha alcanzado la tristísima cifra de trece mil muertes causadas por la COVID-19. Nadie sabe a ciencia cierta, a día de hoy, cuando redacto estas líneas, si las expectativas de bajada de la famosa curva de contagio se cumplirán como los primeros indicios nos sugieren.

Lo único cierto es que hay trece mil personas que no pudieron superar la infección, ocho de ellas farmacéuticos comunitarios, la profesión de la salud más castigada por la pandemia en España. «Un riesgo inherente a su profesión» diría don Fernando Simón, «Un precio demasiado alto» diría yo para un colectivo una y mil veces ninguneado desde dentro –«farmacéuticos de la calle» nos denominaban no pocos compañeros especialistas– y, por supuesto, de puertas afuera de un gremio que, quizá por la baja autoestima, se resiste a salir de su concha.

Con la falta de perspectiva que me da escribir mucho antes de cuando se publique, y más en este vértigo en el que nos movemos, no sabemos lo que nos deparará el futuro. Como especie, como modelo político o económico, como arquetipo moral y, como parte de ese todo, también como modelo de profesión. Unos dicen que jamás volveremos a ser como antes; otros, en cambio, auguran que, al igual que otras plagas jamás cambiaron nada, esta no va a ser menos. No lo sé. Lo único que sé es que si pretendemos cambiar, éste es un buen momento, porque si nada cambia nuevas pandemias, nuevas plagas de otro tipo llegarán, porque el cambio climático se está produciendo y los desconocidos patógenos que nos esperan, consecuencia de los nuevos climas que comenzamos a soportar, continuarán arrinconando nuestra perniciosa forma de vida.

En lo que respecta a la farmacia, deberíamos cambiar. Lo sabemos desde hace mucho tiempo. No nos queda otra y, aunque sólo sea por rendir honor y gloria, por respeto a los caídos en esta guerra a la que hemos acudido desarmados, nosotros mismos tendríamos que obligarnos a hacerlo. Porque si no tenemos equipos de protección, si don Fernando Simón nos ha olvidado en esta lucha que es de todos, es, entre otros muchos factores, porque no hemos sido capaces de defender nuestro papel en el sistema sanitario público. Porque, aunque nos paguen por vender, muestra fehaciente del papel secundario que nos encomiendan, somos los garantes del acceso a los medicamentos por parte de la población. Y aunque debiéramos asumir un papel mucho más relevante en el sistema público, aplanando la curva creciente de otra pandemia, la de la morbimortalidad asociada a medicamentos, que lejos de aplanarse continúa subiendo día a día, nuestra función es esencial para las personas, aunque a veces no lo recuerden.

Si no cambiamos, moriremos muchos más. En éstas u otras batallas, porque si el ser humano, o los farmacéuticos como parte de la especie, no cambia, esta pandemia no será el fin de nada sino el principio. El planeta nos lo está advirtiendo, esto va en serio.

La muerte de los ocho farmacéuticos, y ojalá no sean más cuando este artículo salga a la luz, que dieron la cara por sus pacientes y por nosotros merece que trabajemos juntos por jugar un papel más relevante en el sistema sanitario, en la vida de los ciudadanos, que deberían tener la garantía de que la medicación que utilizan no sólo esté a tiempo y en óptimas condiciones para su uso, sino que además sea lo más efectiva y segura posible.

Quizá sea éste el empujón que nos falte. Por ellos. Porque si no lo asumimos, el siguiente nos lo dará don Fernando Simón, o el sabio ignorante que lo sustituya. Cualquiera vale.

Destacados

Lo más leído