La pandemia continúa. Hace tiempo que sobrepasamos ya los cien mil muertos oficiales, y continúan apareciendo noticias de los estragos psicológicos que la COVID-19 está provocando en nuestra sociedad. La pandemia nos ha mostrado una de las grandes debilidades de nuestro sistema sanitario, un sistema de cobertura universal, subvencionado a través de los impuestos, que no gratuito, pero que mantiene una estructura arcaica pensada para aquellos tiempos lejanos en los que eran las enfermedades agudas las que copaban las necesidades de atención y precisaban médicos que diagnosticaran la patología y farmacéuticos que elaboraran o dispensaran las medicinas necesarias.

Hoy, y a pesar de que mantengamos la misma estructura, el panorama es muy diferente. La prevalencia de las enfermedades crónicas es elevadísima, e incluso enfermedades agudas como la COVID-19 provocan consecuencias a largo plazo en las personas que la han sufrido en su faceta vírica y en quienes, sin haberse infectado, padecen las consecuencias sociales y psicológicas de la pandemia.

La complejidad de las enfermedades crónicas, y también de las pandemias, en cuanto comparten características de enfermedades agudas y componentes sociales, es enorme puesto que en ellas el binomio diagnóstico médico-dispensación farmacéutica solo ocupa una parte del todo, un todo en el que emergen aspectos psicológicos, antropológicos y de justicia social que influyen de manera decisiva y que explican que un sesenta por ciento de los tratamientos farmacológicos que se prescriben no alcancen el efecto deseado, o que la mitad de ellos no se cumplan como se había recomendado. Explicar esto basándose en que los pacientes sean rebeldes o en que los médicos sean malos profesionales es de una simplicidad pasmosa. Si se quiere resolver algo diferente hay que hacer algo diferente, pero nuestro sistema sanitario persiste, insiste de manera tozuda, en mantener una estructura apolillada e insostenible.

Las enfermedades actuales tienen componentes psicológicos y sociales para los que el diagnóstico médico no da respuesta. La complejidad farmacoterapéutica que sufren los pacientes debido a la cronicidad de sus males y a lo poliédrico de sus cuadros patológicos, y la falta de acompañamiento en el proceso de búsqueda de resultados contribuyen al fracaso de este proceso de atención anquilosado. La ausencia de abordaje multidisciplinar y la no asunción por parte del sistema sanitario público de que los problemas son mucho más complejos ahora y precisan de la cooperación y de la corresponsabilidad de muchos más actores, entre ellos los pacientes, contribuyen sin duda a los malos resultados. Hoy se hace urgente e imprescindible reestructurar el sistema sanitario y dar respuestas cooperativas a problemas tan complejos.

Y ante este panorama se hace necesario, obvio, exigir a los políticos rediseñar el sistema. Pero esto no lo pueden, ni lo deben, hacer solos. Somos los profesionales quienes hemos de contribuir, reconociendo nuestras limitaciones y también las inigualables aportaciones que podemos ofrecer, para así afrontar el futuro. Por ello, el camino a seguir deberá pasar por dejar a un lado nuestro corporativismo endogámico y sectario, y asumir una puesta en común colectiva en la que la finalidad sea encontrar la mejor forma de abordar las actuales necesidades sanitarias de la ciudadanía. Difícil reto para todos, muy complicado para una profesión en la que nuestros representantes corporativos continúan siendo un freno para la evolución profesional. Y algunas sociedades científicas imitan esa visión miope, la de buscar un pretendido bien para los suyos de espaldas al verdadero sufrimiento de la sociedad. Demasiadas polillas.

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