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La medalla Carracido

Sorpresas te da la vida. Como esa edición de Cuaderno Secreto, encargada por Cofares, conmemorativa de la concesión a quien esto escribe de la Medalla Carracido de Oro, máxima condecoración de la Real Academia Nacional de Farmacia.

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Pero sorpresa, sorpresa, la concesión de la medalla. Como Roald Amundsen: «Toda mi vida queriendo llegar al Polo Norte y heme aquí conquistador del Polo Sur». El acto de la imposición por parte del presidente (no se dice presidenta) de la Academia, la excelentísima y doctora María Teresa Miras, fue cordial y agradable, e inscrito en la sesión solemne de la apertura del curso académico. Como quiera que hubiese pocos tertulianos en aquel salón, sirva para la tertulia de hoy mi expresión de gracias:

Os hablo emocionado, orgulloso y agradecido por esta distinción que desde luego no procede de mis méritos farmacéuticos, sino de vuestro afecto y simpatía por un colega descarriado que se dedica a escribir novelas.

Gracias a todos (omito una interminable retahíla en la que no podían faltar Antonio Doadrio y Javier Puerto, y otra de ausentes que va de José María Albareda, con su inolvidable Club Edafos, a Juan Manuel Reol, magnífico narrador oral, pasando por Pedro Malo, inventor de la columna periodística farmacéutica). Ciñámonos al doctor José Rodríguez Carracido que nomina la medalla y a una breve anécdota de homenaje a su memoria. No anécdota personal suya, sino mi homenaje a su persona. Como bien se sabe, Carracido tuvo sus veleidades literarias y llegó a escribir una novela, La muceta roja, no su obra maestra puesto que su magisterio estaba en la farmacología y la bioquímica y en una clase de bioquímica ocurre mi anécdota.

El doctor Santos Ruiz, en una de sus estimulantes clases de bioquímica, nos explicó un laberinto: el Ciclo de Krebs. Trazó en la pizarra un círculo a modo de móvil perenne, por donde circulaban las moléculas más complejas relacionándose entre sí por medio de una enzima y el mínimo aporte energético de un átomo de fósforo. No se relacionaban sino que se transformaban unas en otras: Los prótidos en lípidos, los lípidos en glúcidos y los glúcidos en prótidos en un tiovivo fastuoso y surrealista. Realidad científica pura y dura, pero también metáfora increíble de la sociedad en que vivimos que no se le hubiese ocurrido ni al mismísimo Julio Cortázar.

Y eso decidió mi vocación literaria. Desde siempre me apasionaban los relatos con anécdotas con categoría de metáfora.

Como punto inicial o encrucijada del nacimiento de una vocación, que transforma tan radicalmente la del medicamento por la de la novela, me parece anécdota significativa y hermosa. Pero tiene una ligera quiebra: es falsa.

La novela es la verdad de las mentiras y esta ligera quiebra es la esencia de mis ficciones literarias. Puesto que la realidad cotidiana es tan frecuentemente inverosímil como el ciclo de Krebs, describámosla con una mentira creíble y simpática. Con una anécdota con categoría de metáfora.

Disculpen la quiebra o mentira de la anécdota. Quizá hubiera debido limitarme a decir muchas gracias.

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