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  • Huida de Fuenlabrada

En esta continua acumulación de noticias catastróficas, sinónimo de noticias de telediario, y no me refiero a Brexit, Trump, Ibex, nieve, patera y asesinato, para tomar aire hago una pausa, un giro de 360 grados, y así hasta la vuelta de tuerca definitiva para contemplar ese corto perdido en el maremágnum de cortos que desfilan por los festivales derrochando ganas, impericia e imaginación, y que de pronto nos sobrecoge no por su factura, sino por su propuesta.

En la Huida de Fuenlabrada, de Rabdul Fez, físico especializado en estructuras laminares, la road movie se sitúa en el grado cero de su congelación emocional. Quince minutos, quince, de ese rostro impenetrable de mirada fija mirando a cámara. Se supone que el hombre conduce por sus manos al volante, y se sospecha que por una recta interminable, pues apenas si atisbamos un leve giro de su muñeca. Una angustiosa expresividad, apenas si alguna sombra de a saber si de nube o arboleda se desliza por su cara en blanco y negro, apenas si un parpadeo, y tanta ausencia de rictus y emociones exalta hasta la exasperación la inquietud del espectador que observa. Fugitivo astral sin ningún indicio de quién o de qué huye. Ni siquiera de dónde, el título es una añagaza, clave indescifrable pues nada hay por decodificar en el paseo de un hombre en coche que bien puede venir de Fuenlabrada como ir a Colmenarejo. Un rostro inanimado, sin señas de identidad, en el que difícilmente se pueden calcular los años. Excelente interpretación de un hombre herido de muerte como todo ser vivo. Un fragmento de viaje sin principio ni fin, como el ronroneo del motor, único sonido, monótono, suave, sin alteración alguna de freno o acelerador. Al tipo se le compadece, aunque se le supone culpable, de ahí tanto desasosiego en el jurado de cortos de Sitges que, con su sentencia, lo eligió ganador. Quizá hubiese sido un alivio el incluir algún diálogo de serie negra.

–¿Le apetece ser millonario?
–¿A quién hay que matar?

Ni tan culpable ni tan sosegado como este conductor me siento, y decía pausa, pues por fin he roto el maleficio de Los náufragos de la calle Providencia, de José Bergamín, o sea El ángel exterminador, de Luis Buñuel, y por fin he podido atoar del texto de Demolición (¿quién se acuerda de aquella tertulia?), abandonado hace más de un año por distraerme un rato con el canto de un ruiseñor y quizá también por algún que otro inconveniente más grave. Superadas melodía y gravedad, retorno al texto de esa demolición existencial cuya cita de frontispicio es de Laso Barriola: «El hombre es el proyecto de un fracaso». De ahí la necesidad de una pausa, un respiro circunvalar para reconfortarse ante uno de los bifrontes misterios gozosos de la creatividad, aquí el de la huida de cualquier parte solapado al del regreso a donde solía. No es noticia, pero tampoco catástrofe, ligero alivio.

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