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  • De vacunas y de hombres

Según las crónicas de la época, hasta un tercio de la población londinense llevaba a comienzos del siglo XVIII las marcas de la viruela en el rostro. Los que portaban esas señales podían considerarse afortunados, pues habían sobrevivido a una terrible enfermedad que provocaba la muerte a una de cada cinco personas que la padecían.

Médicos del sudeste asiático ya habían observado que un ataque de viruela producía inmunidad para toda la vida, y fueron ellos los que concibieron la idea de procurar un episodio leve de la dolencia para evitar otro más grave posterior. A partir de aquí, entra en escena Edward Jenner y su conocida experimentación con un niño de ocho años, hijo de un empleado suyo.

Diseñar un experimento para probar o refutar una hipótesis es una idea relativamente moderna que hoy se considera insoslayable. Entonces no era así y, además, el ensayo de Jenner violó varios postulados éticos, aunque él no sintió ningún escrúpulo y utilizó para su experimento muestras de una forma leve de la enfermedad, concretamente la viruela padecida por las vacas.

Comenzaba así una fase particularmente brillante de la historia de los medicamentos: las vacunas. Con ellas podían evitarse enfermedades y, en algunos casos, erradicarlas por completo.

No todos los gérmenes son capaces de provocar el mismo grado de inmunidad. Los virus tienen mayor poder antigénico que las bacterias y estas tienen más que los protozoos, mientras que los hongos apenas lo presentan. La historia del desarrollo de las vacunas está trazada de aciertos. Ahí están la difteria y la coqueluche, la tuberculosis y la gripe. La escalada de la consecución y fabricación de vacunas llega ahora a su cumbre con las vacunas de la COVID-19, esperadas con verdadera ansiedad por todo el planeta. De forma inevitable, se oyen también algunas voces contrarias.

Desde una plataforma digital nueva, sigo por teleconferencia la argumentación de los movimientos antivacunas. Para convencer, cuentan con la ventaja de que la transmisión del sonido funciona correctamente, pero lo que dicen no tiene consistencia. No es cierto que las vacunas sean responsables del número creciente de alergias y enfermedades autoinmunes; esto, por el contrario, tiene que ver con el ambiente higiénico desmesurado con el que pretendemos proteger a los niños. Tampoco es verdad que las vacunas puedan sobrecargar el sistema inmunitario o que la protección natural sea superior a la inducida por el fármaco. Las pruebas en contra son contundentes y, aunque parecían activistas, sus portavoces permanecen pasivos cuando se explica que el sarampión mata a tres de cada 1.000 infectados, mientras que la vacuna causa solo una reacción adversa grave por cada 10 millones de dosis inoculadas.

Ahora esperamos que las vacunas de la COVID-19 puedan devolvernos al punto de partida. Esa situación anterior la añoramos sirviéndonos esta vez no solo de los versos inmortales de Jorge Manrique («como a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor»), sino al constatar que antes predicábamos la cercanía y hoy necesitamos la llamada «distancia social»; que antes corríamos a saludarnos y hoy pedimos a nuestro interlocutor que se suba la mascarilla; que antes no reparábamos en gastos para asistir a diversas convocatorias y que ahora estamos llenos de reparos incluso para salir a la calle y comprar el pan.

Desde Madrid aislado, cierro la conexión y pienso otra vez en los habitantes de Londres. Cruzan las calles de la ciudad y llevan los rostros sin mácula. De todas formas, apenas puede apreciarse, porque todos ellos están embozados. Vendrán tiempos mejores, aunque Manrique no lo predijera en sus coplas.

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