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  • Las cien odaliscas de Matisse

Matisse fue el gran rival de Picasso, que finalmente lo superó en celebridad por su arrolladora personalidad y su mayor atractivo mediático. Fue la figura máxima del fauvismo, el movimiento que introdujo en la pintura occidental una fiereza de colores hasta ese momento desconocida. Pintó centenares de cuadros y, cuando envejeció y los pinceles no lo obedecieron, convirtió la necesidad en virtud y se dedicó a pintar y a recortar papeles pintados, los gouaches, que tuvieron muchos imitadores. Cuando estaba en plena forma, pintó cuadros impregnados de una sana sensualidad, con alegres colores y paisajes norteafricanos y mediterráneos llenos de belleza y alegría. En busca de la luz y de una forma más relajada de vivir, Matisse se refugió en Niza, por aquel entonces una ciudad rodeada de pueblos tranquilos y encantadores en las colinas, a pocos kilómetros de distancia. Matisse fue feliz en Niza: «Cuando comprendí que todas las mañanas vería esa luz, no podía creer en mi dicha». Era un hombre que amaba la vida, una vida sencilla dedicada a las actividades esenciales: «Me gustaría vivir en una celda en la que pudiera pintar sin preocupaciones ni molestias».  El desnudo femenino le atrajo tanto como la luz del Mediterráneo; pintó más de cien cuadros dedicados a las odaliscas, inspirándose en Ingres y en las experiencias de sus viajes a Granada y Argel. Son cuadros sensuales, hermosos, en los que la odalisca, a veces semidesnuda, reposa en un escenario que recoge el ideario de Matisse: lujo, calma, voluptuosidad...

 En sus odaliscas, los cuadros son luminosos; los colores, alegres; las mujeres, hermosas; las telas, vistosas, al estilo argelino y marroquí. Los lienzos transmiten serenidad y armonía: «Pinto odaliscas para hacer desnudos, procurando que no sean artificiales». Pintó un centenar de hermosas odaliscas, cien obras de arte representativas de un siglo y una cultura. En Niza, con sus odaliscas y paisajes, Matisse se aisló del horror que les tocó vivir a sus contemporáneos. Él siguió creando belleza y, cuando enfermó, se dedicó a su obra más querida: la Capilla del Rosario, en Vence.

En sus últimos años, enfermo de cáncer intestinal, Matisse se refugió en la religión. Después de una intervención quirúrgica, tuvo una larga convalecencia y contrató a una enfermera particular, Monique Bourgeois. Cuando Matisse se estableció en Saint Paul de Vence, reanudó la amistad con su antigua enfermera, que para entonces era monja, la hermana Jacques-Marie. El convento carecía de capilla y celebraba los actos religiosos en un garaje. Matisse subvencionó una nueva capilla y la creó en su totalidad, desde el edificio hasta el altar, con todos sus detalles; también la cruz del campanario es obra suya. La capilla tiene la característica alegría de Matisse, es una pequeña joya en la que todo está pensado minuciosamente: las cerámicas, las casullas, el crucifijo, los colores de las vidrieras (amarillos, verdes y azules), en las que pueden verse delicadas figuras geométricas. Los murales, sin embargo, son blancos y negros. Matisse, enfermo, trabajaba postrado y hacía los diseños, que luego eran llevados a la práctica por sus ayudantes. El pintor de las odaliscas, el artista de la luz mediterránea, de la sensualidad y la voluptuosidad, terminó diseñando las casullas y las vidrieras de una pequeña capilla provenzal para las monjas de Saint Paul de Vence.

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