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Los inversores han convertido el arte en una mercancía, un valor del que debe extraerse el máximo beneficio en el menor tiempo posible. No es que en el pasado no existiera especulación o que los artistas se movieran por razones artísticas al margen de sus intereses económicos. Tintoretto reventaba precios para asegurarse futuros clientes, y Tiziano controlaba el mercado más en boga, el de temas mitológicos, y no vendía sus cuadros a quienes adquirían los de sus competidores. Cuando murió, ese suculento mercado se abrió a los demás pintores.

El arte siempre ha sido motivo de especulación, pero no se había convertido en un gigantesco mercado regido exactamente por la misma dinámica que cualquier otra inversión. Gerhard Richter, uno de los artistas vivos más cotizados, vio cómo se vendía Abstraktes Bild en 2015 en una subasta de Sotheby’s por 46 millones de dólares. No dio muestras de alegría: «Cada vez que bato un récord, mi reacción es de horror». Para él, «cada vez se habla más de dinero y menos de arte, y no hay mucho que podamos hacer al respecto».

El inicio de la burbuja comenzó por la escasez de cuadros de los clásicos, que al haber fallecido no podían incorporar más obras al mercado. Además, casi todas sus obras estaban en museos y muy pocas en manos de los particulares, de modo que las casas de subasta y los marchantes desviaron la mirada hacia los artistas vivos, a pesar de que estos no gozaban del favor del público. Había una gran producción de obras contemporáneas de artistas dispuestos a vender su alma al diablo para hacerse millonarios. De 2003 a 2008, los precios se incrementaron un 800%. Se generó una gran demanda a partir de la estrategia de los marchantes y de las casas de subastas. Financiaban exposiciones de los autores que más tarde subastarían, y generaban falsas expectativas sobre la escasez de su producción y auténticas sobre la posibilidad de enriquecerse haciendo una compra y luego una venta rápida. Los marchantes pujaban en las subastas por las obras de sus propios artistas, y así empezaron a batirse todos los récords. En algún caso, los vendedores, en las subastas, se pagaban precios desorbitados a ellos mismos. Una vez aumentado el precio de la obra, la vendían a menor precio a un particular, pero el precio de venta ya se había visto aumentado por el sobreprecio alcanzado en la subasta, que se utilizaba a modo de garantía en la operación de compraventa. Se produjo así la «sobrenegociación». Garantizaban al vendedor un precio mínimo, muy alto, que atraía a los inversores, y se aseguraban de que las pujas fueran elevadas para que el autor no se devaluase. También prestaban para las pujas, de modo que el comprador no pagaba la totalidad del precio y corría a venderla a un precio superior sin haberlo pagado. El apalancamiento llegó al arte. Los autores fallecidos alcanzaron cifras insospechadas, y empezaron a surgir obras insuficientemente documentadas. Salvator Mundi, atribuida a Leonardo por especialistas interesados en autentificarla, fue adquirida en 2017 por un comprador desconocido que pagó 450,3 millones de dólares. La obra más cara de un autor vivo es Rabbit, de Jef Koons, vendido en 2019 por 91,1 millones.

En 2008 la burbuja estalló, y ni siquiera Warhol y Hirst, dos valores considerados seguros, encontraron compradores. Hoy la inundación de liquidez y la inflación de todos los activos ha vuelto a disparar los precios, y el arte sigue siendo un buen negocio para los inversores, siempre que, como en la bolsa, no se vean sorprendidos por un movimiento que desvalorice su activo cuando quienes controlan el mercado se desinteresan de un artista y apuestan por otro valor con más recorrido. El arte como negocio. 

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