El Museo del Prado alberga dos óleos sublimes del pintor lombardo Daniele Crespi (1598-1630): la Flagelación, óleo de 1625, y su obra maestra, la Piedad, de 1626. Crespi fue un pintor en la estela de Caravaggio y de Ribera, un pintor naturalista y tenebrista, experto en el claroscuro y que siguió las directrices de la Contrarreforma de los Borromeo. Uno de sus mejores cuadros se conserva en la Iglesia de Santa María de la Pasión, en Milán. Es la Cena de San Carlos Borromeo, en el que todo se reduce a la austera y frugal cena del santo, que come una hogaza de pan y bebe agua, para conseguir la elevación espiritual.

La Flagelación es un prodigioso claroscuro. Muestra el momento en que un apolíneo Cristo es atado, con las manos a la espalda, para ser sometido a flagelación. La belleza de su torso acaso sólo puede compararse con la del Cristo crucificado del Bronzino, que se conserva en Niza. Jesús se muestra en todo su esplendor físico: su belleza es resplandeciente, divina y abrumadora. Su cuerpo es el de un atleta, del mismo modo que el crucificado del Bronzino no es un hombre que ha sido torturado, sino un dios de belleza inmaculada cuando permanece crucificado, sin un rasguño siquiera. Su belleza resplandece incluso en el momento álgido del calvario.

Todavía más memorable es la Piedad de 1626, que fue adquirida para Carlos II en la almoneda de 1689 del que fue el primer coleccionista privado español del siglo XVII, el marqués de Carpio. Pocas pinturas tienen la fuerza expresiva de la Piedad de Crespi, sin caer en el dramatismo o la truculencia a las que a veces sucumbió Ribera e incluso Caravaggio. Jesús yace en el regazo de una virgen más joven de lo que corresponde a su edad, pero ya madura y experimentada. No es una virgen inexpresiva e intocada, sino una madre que ha sufrido lo indecible y eleva su mirada al cielo, implorando a Dios que socorra a su hijo, el de ambos. Su mirada no tiene igual en la historia del arte, como apenas la tiene el escorzo que protagoniza el crucificado, imposible pero bellísimo. La divinidad de Jesús se preserva porque es evidente que su cuerpo ha sido torturado y ha muerto, pero conserva la dignidad inherente a la divinidad. Muerto el cuerpo, sigue vivo, no es un hombre muerto, sino el hijo de Dios que eligió sacrificarse para redimir a la Humanidad y que conserva el don de la inmortalidad que le permitirá resucitar. Y eso es lo que implora la virgen al cielo: que se cumpla la profecía anunciada, que en efecto su hijo sea Dios y resucite tras su muerte, que el cuerpo que tiene entre sus brazos sea el de Dios presto a resucitar, no el de un hombre que ha terminado su ciclo vital. Es una mirada de madre que aceptó en su día la Anunciación del arcángel Gabriel, confiada en que cuanto se le dijo fuera cierto y que ahora, con su hijo muerto en su regazo, mira e implora que el prodigio de la resurrección se haga realidad, que advenga el Misterio que le fue anunciado.

La paleta de colores es reducida y austera, y los dos cuerpos y su entorno permanecen en las sombras de las que emergen gracias a la luz que los baña en oro. La oscuridad, las tinieblas, el sacrificio, la muerte y, sometiéndolas, la iluminación que anuncia la redención y la resurrección.

Una obra maestra de la Contrarreforma, un movimiento que buscó acrecentar la devoción desde la naturalidad y la autenticidad, con un lenguaje claro y accesible, que pudiera ser comprendido por todos, que no ocultara su mensaje espiritual mediante una excesiva sofisticación. La Piedad de Crespi no oculta ningún lenguaje cifrado. Jesús ha muerto y yace amparado por su madre, que dirige su mirada al cielo e implora el cumplimiento de lo acordado y anunciado. Crespi ha conseguido, con sus pinceles, el prodigio: la carne humana ha muerto, pero el espíritu sigue vivo, inmortal e intocado. Jamás un muerto estuvo más vivo, con su divina belleza intacta y preservada.

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