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Vuelta al cole

Quien me conoce sabe que todos los veranos huyo del infierno en que se convierte Madrid y me marcho a Centroeuropa en busca de noches más frescas y ciudades interesantes. Este año no, sobraban las razones para quedarse.

Complicados fueron los meses previos, en los que nos hablaron de la importancia de la Ciencia pero vimos desmoronarse sus estructuras; nos prometieron solucionar el paro, pero a los trabajadores del Estado no-funcionarios se nos dejará en la calle, y a los farmacéuticos nos llegó el copago. Ese por el cual nos han pasado los datos fiscales de todos (¿?), agregados en rangos, vale, pero había (y hay) una ley de protección de datos que se llevó al paroxismo de editar las listas de las notas de los exámenes sin los nombres para no vulnerarla... y ¿ahora nos dejan fiscalmente desnudos en la farmacia? Tal vez haya que ser político para entenderlo.

Así pues, este verano me quedé en mi casa. Parecía que las emociones se habían tomado un respiro hasta que apareció un tipo con barbas asaltando supermercados, pero es que además el hombre es alcalde de su pueblo y hay gente que le aclama como a un héroe. Más al norte, una abuela se siente artista y «arregla» a un Cristo de su pueblo transformándolo en algo indescriptible. Será que los de AEFLA prestamos oídos de una manera especial a estas cosas, pero no daba crédito. Sin duda alguna, los atentados contra el patrimonio cultural deben prevenirse mucho mejor que curarse pero, como nos estamos volviendo un país de locos, a la buena señora se le dedicó un programa de televisión donde la buena gente se volcó en elogios para animarla y proclamaban sentirse más emocionados ante el nuevo bodrio que ante el Cristo antiguo. Qué malo es el buenismo.

Nuevamente septiembre. Para mí, el año siempre ha comenzado en septiembre; no he conseguido quitarme esa costumbre escolar. El año pasado me cundió: mientras los demás se deshacían en contradicciones unos y en manifestaciones otros, escribí mi tesis doctoral. En España, una tesis doctoral es la cosa más incomprensible que se puede hacer, es algo que le interesa a tres y que sólo valoran seis; y no hablo de la mía, sino de todas en general. Mañana mi compañera Lola defiende la suya; mientras, mi compañero José Carlos se aplica a redactarla, pues debe leerla en un par de meses. Yo ya he depositado la mía en el Rectorado. Nervios que se comunican de unos a otros, que se contagian como una gripe. En estos últimos días tan intensos, me ha sido de gran ayuda un pequeño libro de nuestro compañero Raúl Guerra, su Cuaderno secreto. Es una obrita corta, fantásticamente narrada, de recuerdos infantiles y juveniles, que por momentos me ha transportado a León, y con magia. Concluye con un abrupto e inesperado final que coincidió con la entrega de la tesis y otros papeles en el Rectorado. Ahora ando de «viaje por España» de la mano de Hans Christian Andersen. Supongo que cada cual se evade como puede.

Mientras tanto, los alumnos de Licenciatura, ahora Grado, vuelven a las aulas; a unas aulas la mitad de pequeñas por imperativos del «Plan Bolonia», que exige más grupos, cuando en nuestras universidades tenemos cada vez menos profesores. Llegan el primer día nerviosos: «Jo, he entrado en Medicina». Es tierno verles, algún día del pasado todos hemos estado en su misma situación y hemos pensado «He entrado en Farmacia», entre los vapores de productos químicos que tan fuerte olían en esa primera semana de clase y que nunca más hemos vuelto a notar.

En estos momentos no estoy para pensar en el futuro. Las manifestaciones y los «quinceemes» me suenan como a lo lejos. Solo estoy para terminar mi doctorado. Únicamente me duele, y mucho, que se excarcele a algunos en virtud de una humanidad que ellos nunca tuvieron. Me vuelvo con Andersen.

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