El pasado mes de octubre tuvo lugar una nueva edición del Congreso de Atención Farmacéutica. Como una metáfora del fracaso de esta práctica asistencial, se celebró en las antípodas españolas de aquel primer congreso que ilusionó a una generación de jóvenes farmacéuticos y que hoy, mucho más mayores y pragmáticos, ya hace tiempo que dejaron de soñar.
Decía Willy Brandt que quien no era comunista con veinte años no tenía corazón, y que quien continuaba siéndolo a los cuarenta lo que no tenía era cabeza. Y ése ha sido el camino de tantos compañeros y compañeras, dejar el corazón a un lado y tener cabeza, aunque lo que diseñara la cabeza fuera un programa inteligente de autodestrucción de una profesión. Y quienes nos mantuvimos en el sueño, los que no nos movimos del sitio mientras otros giraban, como me dijo mi buena amiga Amalia, nos convertimos, sin desplazarnos del sitio en el que estábamos, en la deriva extremista de la profesión.
De San Sebastián a Cádiz han pasado veinte años, y en ambas ciudades, a cual más hermosa, el evento se organizó de una manera fantástica. Pero de aquella práctica que anhelaba cambiar la orientación profesional del medicamento al paciente tan sólo queda otra que, en lugar de cambiar su mirada hacia las personas que utilizan medicamentos, la ha virado hacia nuestro propio ombligo. Ahora la Atención Farmacéutica (porque nunca dejó de llamarse así a pesar de que haya variado tantísimo el foco) es una práctica centrada en el farmacéutico, en lo que este profesional se siente capaz de hacer y no en lo que necesitan las personas. A la venta de medicamentos, pseudomedicamentos y parafarmacia se le ha añadido la de otros servicios, mediados siempre por un aparato, que poco o nada reflejan aquel desafío de disminuir la morbimortalidad asociada a la farmacoterapia, un problema que cada día que pasa causa un daño más grave en la salud de las personas y en la sostenibilidad de los sistemas sanitarios.
Las verdaderas consecuencias se verán en el futuro, aunque el presente no es precisamente lo que se dice halagüeño para nadie. El modelo farmacéutico vive de un margen comercial de venta de medicamentos cada día más baratos, y ve cómo en su canal cada vez entran más baratijas. Pero si el presente no resulta esperanzador para la profesión, aún lo es menos para las personas que utilizan medicamentos de forma crónica, muchos de los cuales son familiares de farmacéuticos, incluso aquellos propios farmacéuticos que en 1999 eran jóvenes y hoy son personas medicalizadas, necesitadas de un profesional que hoy no tienen porque ellos mismos no quisieron serlo de verdad.
Hoy hemos apostatado de ser una profesión, aquella que toma decisiones en torno a lo que es la esencia de su formación, para convertirnos en un oficio, ejercido por quienes tienen destrezas técnicas en realizar actividades repetitivas. Renunciamos a ser escultores para convertirnos en carpinteros. Y de eso, por favor, no echen la culpa a los extremistas, a los que decidieron permanecer en el lugar que conducía al cambio, sino a los que optaron por tomar un atajo que no conducía a ninguna parte.
Afortunadamente soy optimista respecto al futuro; la Humanidad siempre ha sabido responder a los desafíos, aunque sea de una forma sorprendente que ni siquiera hoy imaginemos. A pesar de las piedras del camino, puestas por quienes deberían haberlo allanado, a pesar de los muertos, se abrirán las grandes alamedas, como dijo Allende, querida Amalia, aunque en el caso farmacéutico sea más tarde que pronto y quienes os acomodasteis deberíais hacéroslo mirar. Nunca es tarde. Veinte años no es nada, que diría Carlos Gardel.