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  • Va por vosotros

Pepe Vélez me ha pedido que escriba otro artículo «a su salud». Él y los editores sabrán. Como me dejan libertad de elección del tema, esta vez he pensado que no te voy a dar, lector, la tabarra con consideraciones pesimistas sobre nuestra profesión. Quedará para otra ocasión, si es que la hay, el comentario sobre el titular de un correo que recibí hace poco: «Ya no es tiempo de dispensar, llegó la hora de vender» o una lindeza de gran calado profesional por el estilo.

Temas hay muchos. El padrino acaba de cumplir cuarenta años. No soy un gran cinéfilo, pero no me canso de ver las dos primeras entregas de la trilogía. La que celebra su cuarenta cumpleaños es una película magnífica, pero con la segunda Coppola se empeñó en dejar claro que, si segundas partes nunca fueron buenas, toda regla tiene su excepción. Lástima de la tercera.

Acaban de anunciar que la Enciclopedia Británica dejará de publicarse en papel tras más de doscientos años. Borges aseguraba que la había leído entera, y que era su obra preferida. Esto da para más de un artículo. Otro día, tal vez.

Voy a escribir de algo no tan elevado, quizás un ejercicio de reflexión que solo conduzca a la melancolía. ¡Qué le vamos a hacer! A veces me pongo así con las cuestiones alegres, como es el caso.

Me gusta el fútbol, y no voy a sonrojarme por decirlo. Desgraciadamente, voy evolucionando a que cada vez me guste más que gane mi equipo frente al deleite de ver un gran espectáculo entre dos conjuntos que ni me van ni me vienen. Antes de que mis amigos «merengones» hagan chistes fáciles, debo aclarar que la selección nacional, lo que ahora llaman «la roja», también es mi equipo. Y ahí vamos. Disfruté con el espectáculo de un conjunto técnicamente soberbio, capaz de jugar al primer toque y de hacer parecer tuercebotas a los mejores jugadores de Europa. Un equipo, por cierto, dirigido por un colchonero y en el que el gol definitivo lo marcó nuestro «niño».

Dos años después, en el primer mundial jugado en África, sufrí mucho más, aunque eso forma parte de mi ADN rojiblanco. Indignación con las patadas holandesas, miedo en el mano a mano de Robben y Casillas (bendito chaval, aunque sea madridista) y explosión de alegría mientras un chico manchego homenajeaba a su amigo Dani Jarque. Y entonces pasó. Fue mientras volvía a casa. Javier Ares contaba cómo recordó tantas noches de decepción mientras tocaba el césped sudafricano, y ahí estaba mi padre junto a los recuerdos de Cardeñosa, ese gol no concedido a Míchel, el penalti de Eloy, la cara ensangrentada de Luis Enrique, los insultos saliendo a borbotones del rostro desencajado de Helguera, los cuartos, siempre los cuartos, los malditos cuartos de final.

Recordé sus historias de la final de la Eurocopa ganada en Chamartín, del cuarto puesto en Brasil, cuando el maracanazo, y nuestros sueños de grandeza antes de cada campeonato que solían acabar en un jugamos como nunca y perdimos como siempre. Y pensé cómo me habría gustado abrazarme a él esa noche cuando el árbitro dijo que ya valía de sufrimiento y decepciones. Campeones del mundo, por fin, y tú no has podido verlo.

Volví a recordar todo esto cuando buscaba un tema para este artículo, y entonces pensé que estaría bien escribir sobre la paradoja de la alegría que nos lleva a la melancolía y produce esa sensación que no es en absoluto de tristeza, pero que impide la felicidad plena. Lo que sentí mientras Springsteen cantaba Born to run en Valladolid, al acordarme de mi amigo Javi, que lo había seguido en todos los conciertos hasta que el cáncer, el maldito cáncer, se lo impidió.

Así que, Javi, papá, éste va por vosotros.

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