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Pulchorum autumnus pulchre

Todo anuncia el fin del verano: los días se van acortando, pronto las primeras lluvias caerán sobre la tierra reseca, los días son calmos, tranquilos en contraposición a la agitación de los días veraniegos.

El otoño llegará a la sierra casi sin darnos cuenta, las chimeneas serán de nuevo acariciadas lentamente por el humo que resbala por sus paredes, estallará una sinfonía de verdes, ocres y marrones, y de nuevo los cerdos correrán por las dehesas de castaños, encinas, quejigos y alcornoques, la montanera ha comenzado, y ellos inocentemente esperan su San Martín.

Cada vez añoro más estos días. Me gusta que termine el verano, aunque son sentimientos encontrados, sensaciones agridulces, todavía están cercanos los primeros días del verano, cuando van llegando al pueblo los que se fueron y los veraneantes, tiempo de reencuentros y de echar en falta a aquellos que no vuelven, el pueblo recobra la vida perdida y por las calles se oye el bullicio de la chiquillería.

Pero este último verano ha sido un poco especial. Por una parte ha venido mucha más gente que otros años, la crisis hace estragos y siempre queda el recurso del refugio en los orígenes familiares, pero se palpaba la tristeza de muchos que vivían estas vacaciones como un fracaso, acrecentado este sentimiento por la suspensión de las fiestas patronales como consecuencia de esta maldita crisis.

No puedo negar que, para la economía de la farmacia, estos meses veraniegos son un respiro, pero cada vez más me dejan un sentimiento de desazón; estoy acostumbrado a que mis pacientes habituales me vean como un profesional sanitario, se dejen aconsejar y entiendan mi labor como un experto en medicamentos. Sin embargo, la actitud de la mayoría de los forasteros es totalmente contraria; me hacen sentir más como un comerciante que como un sanitario, quieren imponer su criterio y manifiestan su disconformidad si se intenta realizar nuestra labor como sanitarios.

Pero sobre todo este verano ha sido singular porque, por primera vez, nuestros pensionistas, mayoría en el ámbito rural, han tenido que aportar dinero por sus medicamentos. Los días previos a la entrada en vigor de las medidas de «copago», el desconcierto y la mala información eran moneda corriente, las noticias que les llegaban a través de la televisión, única ventana al mundo para la mayoría de ellos, hizo cundir el pánico: pensaban que con sus cortas pensiones no les llegaría para pagar los medicamentos. Sentimiento que se tornó en alivio cuando, una vez implantado, vieron que las cantidades que debían aportar en la mayoría de los casos eran bastante reducidas, como en la fábula el pronóstico era tan malo que, cuando constataron la realidad, les pareció poco, sentimiento de alivio que en Andalucía se ve reforzado porque, gracias a la receta electrónica, una vez alcanzado el tope mensual están libres de aportación evitando el engorroso trámite de la devolución de cantidades.

Vista la situación con perspectiva, lo que más me ha llamado la atención es la comprensión hacia esta medida de muchos de nuestros mayores; ellos han vivido en primera persona la inexistencia de un sistema público de salud, han conocido cómo la enfermedad, además de un drama personal y familiar, podía suponer la ruina económica, o cómo algún familiar murió por no poder acceder a un tratamiento médico por falta de recursos económicos; por ello valoran nuestro actual sistema público de salud, que permite que, independientemente de la situación personal, se tenga acceso a una asistencia sanitaria de calidad, universal y gratuita.

Fijémonos en nuestros mayores, aprendamos de ellos y, ante los cantos de sirena de aquellos que piden una privatización de la sanidad, luchemos por conservar un modelo que aquellos que han vivido otro tienen en tanta estima.

 

(Pulchorum autumnus pulchre: Proverbio latino: «El otoño de lo bello es bello»)

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