• Home

  • La cara opaca del músculo

La cara opaca del músculo

En la forzosa insularidad de una oficina de farmacia de tanto en tanto desembarcan ciertos ejemplares de náufragos de secano. Con el tiempo, los detectas a la primera por un rictus insignificante en el entrecejo.

Unos presentan recetas de esteroides de confección impecable, pero luego nos enteramos de que no los tomó el convaleciente que necesita recuperar tejido magro. Otros nos hacen adoptar el gesto más austero antes de devolverles la fotocopia y recomendarles que se agencien una falsificación mejor si no quieren que se rían en su cara. Y otros siguen el patrón «musculitos depilado» –o «cruasán», como se les apoda en su oficina, el gimnasio–, bajo el síndrome de adicción a cócteles proteínicos y a los bíceps como quesos de bola.

En algún rincón todavía no bien investigado del cerebro humano debe alojarse el origen de una extraña carencia: somos incapaces de imaginar los conceptos de tiempo y espacio infinitos. De ahí se dice que brotan los complejos de inferioridad. Será para mitigar tal frustración que nos atraen sobremanera gestas de superación física que impliquen alcanzar metas difíciles, y por lo mismo coronamos a los campeones desde que la ninfa Dafne se convirtió en laurel. Ningún otro animal lleva el esfuerzo físico más allá del indispensable para conseguir el menú del día; no aspiran a otra gloria.

Para lograr la grandeza de ganarle un latido al cronómetro o un centímetro al tartán, los profesionales se aplican a una concienzuda sobrecarga de entrenamientos. Se les reconoce mundialmente como rutilantes prototipos de la raza, iconos de los medios. Entre ellos, alguno somete su organismo al atroz reinado de la química y manda al carajo su salud. Ejemplos los hay a mansalva, y no es momento ni lugar para analizar responsabilidades en el sofisticado mundo del dopaje de gama alta. Y si bien los españoles tenemos por ahí fama de que a sedentarios sólo nos ganan la almeja cautiva y el mejillón cebra, también conozco de cerca a esforzados deportistas populares que fabulan despiertos sobre la posibilidad de incorporarse a los triunfadores y, de camino, adquirir esa estética apta sobre todo para anunciar yogures. Para encaramarse a tal pedestal, la farmacia es apeadero casi obligatorio. Por la parte del intelecto es imprescindible la presencia de una teología errática, algo así como una empanada mental inmersa en una sopa de neuronas a medio cocer. Porque nadie les advirtió, o si lo hicieron no escucharon, de la diferencia sustancial entre un atleta aficionado y un deportista de élite, genéticamente dotado para tal o cual disciplina, y que ya destaca desde la misma infancia. Es una batalla estéril abocada al fracaso, aunque no al intento de abordaje.

Tal vez el problema radique en que la mitología de nuestra civilización nace de los cortocircuitos que la algarabía de imágenes televisivas crean en el fondo de los entendimientos más vulnerables. Y, como consecuencia, en el auge actual de una hornada de jóvenes gorilas que, aunque se comunican en su propio guirigay, no escriben recto y sólo saben contar hasta diez, persiguen a cualquier precio que su ascensión al cocotero sea admirada por millones de espectadores. O, si no, que al menos puedan disfrutar de la pastelería del paraíso cuando la choni más crujiente del barrio les sonría y se aúpe a sus utilitarios tuneados.

Deberíamos recordarles –si es que se paran a escucharnos– que, aunque cobren en su inicio un aire de pura imposibilidad, de sueño, casi todas las cosas mejores que se alcanzan en la vida llegan con lentitud y al cabo de una larga dificultad, de una perseverancia aplicada y paciente. Pero sin trampas.

Es otra entelequia; lo sé, compañeros.

Destacados

Lo más leído