Escribo esto unos días después de las elecciones municipales, justo cuando las policías están desalojando, porra en mano, la barcelonesa Plaza de Cataluña. Más de cuarenta heridos, con la excusa de limpiar la plaza, quizá sea la mayor prueba de que los argumentos de los allí alojados no van demasiado desencaminados. Salvo, claro está, para quien piense que es democracia real usar la violencia para fregar un poco el suelo. 

Leí en esos días en un avión el libro del nonagenario Stéphane Hessel. Una azafata me lo pidió durante el aterrizaje, y me dijo que, cuando terminase su turno, ella y sus compañeras se unirían a quienes estaban en la Puerta del Sol. También en la profesión farmacéutica hay motivos de indignación, pensé al escucharla y terminar de leer el libro.

Al igual que esta generación se está cargando de un plumazo el estado de bienestar, los derechos y la civilización que ha tardado siglos en conseguirse, aunque solo fuese en un pequeño puñado de países, también los farmacéuticos estamos tirando por la borda una profesión tan antigua como la humanidad misma, que históricamente ha contribuido a la salud a través de los medicamentos. Hoy, asfixiada por nuestra incompetencia y el autoritarismo e ineptitud de los políticos, nuestra profesión no tiene valor de acometer nuevos rumbos y va desangrándose poco a poco en lenta agonía.

Los que ya peinamos canas, o se las tiñen o no tienen siquiera qué peinar, estamos dejando a quienes vienen detrás una profesión sin misión que cumplir, confundiendo lo que es nuestra esencia con lo que ha sido coyuntura, sin valor para afrontar los verdaderos retos que tiene nuestra profesión, sin agallas para abordar el sufrimiento evitable que producen los medicamentos, enrocados alrededor de las cajitas de colores.

Hoy también es momento para sentirse indignado dentro de nuestra profesión farmacéutica, cuyo «mileurismo» está próximo a alcanzar a muchos propietarios de farmacias, si es que no les ha llegado ya. Y ello sin el más mínimo sentido autocrítico, echándole la culpa a la crisis hoy, o a lo que toque mañana, en un acto de coherencia con nuestra sociedad, que nunca asume responsabilidades y siempre tiene a quien acusar.

Siento la frustración de quienes se han acercado a la atención farmacéutica y se ven atados de pies y manos por no poder ganarse la vida ayudando a los pacientes a optimizar su medicación. Me indigno cuando pienso cómo hemos sido capaces de no transmitir a la sociedad que mejorar los resultados en los medicamentos es algo posible, que lo podemos hacer y que eso supone un progreso incuestionable para nuestra sociedad. Lamento cada día cómo nos hemos atado de pies y manos con la cinta adhesiva con la que pegamos los códigos de barras a las recetas.

Pero asumo la indignación en el sentido que la expresa Stéphane Hessel en su libro, porque si no, este artículo sería incoherente con el título de la sección. La indignación es esperanza. Representa la rebeldía de quienes no queremos consentir que esto continúe así por más tiempo. La indignación no puede ir acompañada de otra cosa que no sea la esperanza. Esperanza de que la gente joven pueda luchar contra el inmovilismo de esta profesión, que se vuelva a las necesidades de las personas que van por la calle y que no saben que les podemos ayudar. Esperanza de que dejemos de llorar por mirar únicamente hacia dentro; de que empecemos de una vez por todas a liberarnos de nuestros miedos, nuestras excusas, nuestro cainismo; esperanza de que algún día seamos capaces de levantar la mirada de las recetas, y caigamos en la cuenta de que quien está ante nosotros estaría muy orgulloso de saber que su farmacéutico es muy capaz de contribuir aún más a su bienestar.

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