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En Chile, por lo que se ve, la justicia, en ocasiones, es lenta pero llega. En 1982 falleció el expresidente Eduardo Frei, al parecer de una septicemia cuando fue operado de hernia de hiato en una clínica privada de Santiago de Chile. La familia siempre mantuvo que había algo sospechoso en esa muerte.

En el año 2004 sus restos fueron exhumados. Las pruebas realizadas determinaron que la muerte fue provocada por una mezcla de gas mostaza, arma química utilizada en la guerra Irán-Irak, y talio. También indicaron que podría ser por una infección estomacal causada supuestamente por inoculación de la bacteria proteus, por esas fechas desconocida en Chile, para la que no existía medicación. Pero había más, la presencia del medicamento no autorizado Transfer-Factor, que se extrae del citoplasma de los glóbulos blancos por rotura de la membrana celular y produce hemorragias internas. Se trataba de disfrazar de enfermedad un envenenamiento. Todo ideado, al parecer, por agentes de la represión. Este informe se hizo público en 2009, 27 años después del fallecimiento.

Ahora le toca a Pablo Neruda, quien falleció en la misma clínica privada que Eduardo Frei, en septiembre de 1973. Fue internado en la clínica por una infección de orina compatible con el adenoma de próstata que padecía. Según sospechas, recibió una inyección de sustancias desconocidas que le provocó un paro cardiaco, causa de la muerte.

Los restos del poeta han sido exhumados recientemente para esclarecer si fue envenenado. Examinarán la hemipelvis derecha y si esta no evidencia metástasis, demostrará que lo que se especifica en el certificado de defunción –«caquexia cancerosa»– es falso. Habrá que determinar el contenido de la jeringa para calificarla de inyección letal. Murió, pues, en la cama de un hospital. Ya lo decía él en un poema:

La muerte está en los catres:

en los colchones lentos, en las frazadas negras
vive tendida, y de repente sopla:
sopla un sonido oscuro que hincha sábanas,
y hay camas navegando a un puerto
en donde está esperando, vestida de almirante

Esto de disfrazar de enfermedad un envenenamiento no es nuevo. La mayoría de los venenos se evidencian durante un examen forense, pero algunos homicidas han intentado evitar toda sospecha usando enfermedades auténticas para matar a sus víctimas.

El doctor Arthur Waite, a comienzos del siglo XX, consiguió envenenar a su suegra añadiendo a la comida un cultivo de Haemophilus influenzae, y difteria. Como todo salió bien, siguió con el suegro al que condimentó la comida con bacterias de tuberculosis y, además, introdujo los gérmenes en un inhalador nasal que utilizaba el anciano. También falleció.

Otro envenenador utilizó el mismo sistema de cultivos bacterianos. En esta ocasión ántrax. Sus esporas pueden ser aspiradas, consumidas o transmitidas por el contacto de la piel. La ventaja para el envenenador es que los síntomas de ántrax se pueden confundir con infecciones comunes. En esta ocasión se utilizaron las esporas impregnadas en una cuchilla de afeitar, excesivamente afilada, lo que provocó una herida en la cara a la que no se le dio la importancia debida y fue demasiado tarde para el tratamiento con antibióticos. Murió por septicemia.

Podían haber sido crímenes perfectos, pero como siempre, si se sospecha, se investiga y después se detecta. Lo fundamental es sospechar. 

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