Ha llegado el momento. Las calles farmacéuticas respiran un bullicio y una responsabilidad especiales, pero la tensión no se transparenta en las órbitas oculares de los candidatos. Las urnas van calentando motores, aunque no demasiado porque, de otra forma, se correría el grave riesgo de chamuscar las papeletas. 

Disculpará el lector un comienzo tan novelado, pero nada es realmente así en estos comicios porque me estoy refiriendo a unas elecciones singulares en las que nadie se mata por estar en los corrillos y el cabeza de lista se las ve y se las desea para completar su candidatura. Faltan voluntarios, como luego faltará gente para echar una mano. Es seguro además que, al día siguiente de la teórica confrontación democrática, la vida profesional y también la personal, seguirá su rumbo trazado de antemano sin mayores perturbaciones.

La llamada a la participación de los votantes no es original y encontrará la unanimidad en los líderes de todas las posibles listas. Al final y de todas formas, el porcentaje de votos será casi ridículo. El electorado habrá emitido antes alguna queja, no demasiadas, por supuestas faltas de actividad o una toma de decisiones equivocada, pero a la hora de acudir a ejercer este derecho esencial, cundirá la pereza o cualquier otro obstáculo insalvable.

A estas alturas, el avispado lector habrá intuido que me estoy refiriendo a una convocatoria sui generis: la que en estos días va a tener lugar en la Asociación Española de Farmacéuticos de Letras y Artes (sí, de AEFLA, las siglas que acompañan a los firmantes de esta sección que brinda El Farmacéutico para dar a conocer voces e iniciativas de compañeros repartidos por toda nuestra geografía con el común denominador de una cierta inquietud cultural).

Nada que ver con cualquier otro tipo de consulta ciudadana donde el ruido de sables dialécticos, la puñalada verbal traicionera o la simple y constante disputa por ganar terreno al adversario y menospreciar todo lo que pueda haber hecho o planificado, son la única moneda de permanente y aburrido uso.

En AEFLA las elecciones siempre han sido tranquilas y consensuadas. No somos tantos y, aunque el patrimonio intelectual es envidiable, las finanzas de la asociación no constituyen un manjar apetitoso o tentador. Los sucesivos tesoreros dan fe de cómo hay que ir haciendo casi milagros para garantizar la supervivencia con unas cuotas anuales simbólicas y unas ayudas de socios patrocinadores cada vez más recortadas.

Cuarenta años de seriedad y mucha creatividad respaldan una trayectoria silenciosa pero brillante de esta Asociación muy valorada por profesiones hermanas y que con la actuación de sus sucesivos presidentes –Federico Muelas, Carlos Pérez-Accino, José María Fernández Nieto, Juan Manuel Reol, unos meses de interinidad de Margarita Arroyo, y el actual José Félix Olalla– ha ido promoviendo todo tipo de actos en torno al arte, con entusiasmo, eficacia y grandes dosis de buena voluntad.

Este pasado año se nos fue uno de los emblemas insustituibles, todos lo son, de AEFLA. La luz y el color de los pinceles de Nicolás Forteza se han acercado aun más a ese cielo que tantas veces nos brindó desde sus mejores óleos. La Asociación nunca olvidará su cariño.

Tampoco el empuje del más fiel compañero de viaje de El Farmacéutico, quien firma la página que cierra cada edición y que siempre tiene palabras de ánimo para una AEFLA en cuya fundación intervino cuando apenas despuntaba su hoy respetable barba.

Disfruten, una vez más, de Raúl Guerra; no dejen de leerlo. Es un privilegio especial y exclusivo de esta publicación que debe enorgullecernos a todos.

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