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El manual del superviviente cibernético

Se supone que ésta debe ser una introducción a lo que va a ser esta sección, que lleva por título «El manual del superviviente», de la revista El Farmacéutico Joven, así es que, con estos títulos, ya pueden presuponerse varias cosas.

Francisco Martínez Granados

Se supone que ésta debe ser una introducción a lo que va a ser esta sección, que lleva por título «El manual del superviviente», de la revista El Farmacéutico Joven, así es que, con estos títulos, ya pueden presuponerse varias cosas.

La primera y más evidente: el año en que me llamen por teléfono desde la editorial y me comuniquen que ya no tengo que seguir escribiendo en la revista porque ya no soy joven, será un día duro. Quizá me compre una moto o me ponga a practicar triatlón para rejuvenecer mi aspecto, no sé, pero lo cierto es que tengo curiosidad por saber cuándo se producirá esa llamada. Ese día, espero por lo menos seguir siendo un superviviente cibernético.

El segundo presupuesto es falso: yo no puedo saber lo que va a ser esto y, por lo tanto, no puedo introduciros más que a un viaje que vamos a emprender juntos, y que se definirá conforme se camine y se ensamblen las ideas, palabras y emociones. Y seguro que las habrá, porque eso sí: salgo desprendido de cualquier vestidura para contar lo que es. La demagogia, en esta sección, no tendrá cabida.

El tercer presupuesto es la brújula: la cibernética, eso que, como ahora explicaremos, se derramó sobre todas las áreas del conocimiento para hacer florecer nuevos paradigmas en el saber humano. Sí, la cibernética ha sido una revolución en el pensamiento y en las más grandes ciencias aplicadas. ¿Cuáles son sus claves? ¿Podemos aplicarlas a nuestro crecimiento profesional? Pues no sé, pero creo que sí: introduzcámonos en este enjambre a ver hacia dónde nos lleva.

Preguntas y respuestas

Pero, bueno, ¿a qué tanto camino por construir?, ¿a qué hace falta sobrevivir? Pues, amigas y amigos, tenemos que sobrevivir a ser farmacéuticos en los albores del siglo XXI. ¿Y qué me hace pensar que el ser del farmacéutico es un camino tan arduo y tortuoso? Pues algunas anecdotillas que me han sucedido (sí, sucedido, como suceden los fenómenos paranormales...).

Estaba yo recién salido de la facultad, trabajando por primera vez en una farmacia y tan impregnado de espíritu universitario que igual me leía al ilustrísimo señor don Miguel de Unamuno como me empollaba la farmacología del sistema de recompensa en su vía dopaminérgica mesolímbica, cuando de repente, estando como decía trabajando en la farmacia, sentado en un despacho donde los libros se amalgamaban como lonchas de ciencia, escuché la voz de la auxiliar que desde el mostrador le decía a alguien:

–Consulte usted esto con el farmacéutico. Está allí sentado.

Conforme aquella señorita avanzaba hacia mí con su pregunta en los labios, yo sentía que por fin llegaba el día de mi estreno. Me acomodé en la silla mientras me sacudía nervioso las sempiternas moléculas orgánicas que rondaban por mi cabeza y la invité a sentarse.

–Tome asiento –le dije con voz sonora, audaz, segura–. ¿En qué puedo ayudarla?

Ella se sentó, y sin muchos rodeos lanzó su mordaz pregunta, como expectante por conocer la respuesta a un problema le rondaba por la cabeza desde hacía tiempo. Le inspiro confianza, pensé; bien, la empatía es importante. Y ella preguntó:

–¿Sabe usted si puedo meter los condones en agua salada?

Hay que sobrevivir a esto y a otras muchas situaciones. Siempre que ceno con gente que no pertenece a nuestra profesión (lo que en mi caso es lo habitual: no me gustan las repeticiones; por eso me gusta ser el único farmacéutico en la mesa, es cuando la palabra lipofilia suena realmente bien), alguien acaba preguntándome: «Y tú, ¿dices que trabajas en el hospital?». «Sí», respondo. «¿Celador?» «No», respondo. «¿ATS?» «Tampoco; soy farmacéutico», respondo. «Farmacéutico...» Y los ojos de mi interlocutor se ensanchan no sé nunca si por interés, por extrañeza o por algún tipo de contusión interna que se produce cuando colisiona la palabra farmacéutico con la palabra hospital. En cualquier caso, sale de su arrobamiento cuando me pregunta: «¿Y qué hacéis los farmacéuticos en un hospital?».

Palabras como cinética o intercambio terapéutico curvaban las cejas de mi interlocutor, que empezaba a pestañear cada vez con más frecuencia y a rechinar la mandíbula, como intentando reconstruir la muchedumbre de conceptos que lanzaba como flechas. Bueno, realmente, casi nunca sabía de lo que hablaba. Tardé mucho en concebir aquella visión, que por fin tuve cuando visité uno de los mejores hospitales del mundo en Chicago; recuerdo la sensación de estar en la farmacia de aquel hospital y sentir que todo encajaba, me sentía como en una nave del futuro, flotando, observando atónito el funcionamiento de una máquina perfecta: una máquina inteligente cuyo todo era un ente superior a cualquiera de los farmacéuticos que allí trabajaban.

Cibernética

Y llegados a este punto entramos en la última palabra del título de esta sección: cibernética, es el motor que nos debe hacer avanzar en nuestro devenir. ¿Cibernética?, ¿qué tiene esto que ver? Dadme una oportunidad, veréis como llegamos a buen puerto...

La palabra cibernética proviene del griego kybernetes, que significa «arte de gobernar». Fue definida originalmente por Norbert Wiener como la ciencia del control y la comunicación en sistemas complejos (computadoras, seres vivos, sistemas organizativos, etc.), aunque la definición moderna que se da de ella es la del estudio de las relaciones (de organización) que deben tener los componentes de un sistema para existir como una entidad autónoma. La cibernética es, por lo tanto, el estudio de cómo los sistemas complejos afectan y luego se adaptan a su ambiente externo; en términos técnicos, se centra en funciones de control y comunicación: ambos fenómenos externos e internos del/al sistema. Esta capacidad es natural en los organismos vivos y se ha imitado en máquinas y organizaciones.

¿Dónde está el cambio de paradigma? Pues muy sencillo. Antes de esto todas las ciencias del conocimiento se centraban en lo que decía el señor Descartes, es decir, que para entender la realidad bastaba con entender las partes de las que estaba compuesta. Disección, disección, disección, miro y aprendo, y sigo diseccionando, como si tratase de dilucidar el mecanismo de un reloj. Newton cogió las riendas y diseccionó el universo en cuerpos celestes y dijo que todas las fuerzas del universo dependían de las propiedades de estos componentes. Bien, pero los organismos vivos no somos relojes y, por lo tanto, este pensamiento es una aproximación sumamente reduccionista, tanto que las principales ciencias fueron desechando el pensamiento cartesiano conforme avanzaba el siglo XX. Einstein, por ejemplo, con su teoría de la relatividad desterró la linealidad de los conceptos newtonianos; en el fondo, no hizo sino sustituirlos por un pensamiento cibernético, holístico, sistémico, de manera que las propiedades del universo no se explican por las propiedades de los cuerpos individuales, sino por la sustancia que fluye entre los componentes, por sus vínculos. Y, en fin, la lista de aplicaciones es extensa: los atractores y las matemáticas de la complejidad, la teoría Gaia en biología, la teoría del caos (esa mariposa que mueve las alas en una charca y provoca un tsunami en el otro extremo del mundo), la inteligencia artificial en ingeniería, la psicología Gestalt o las constelaciones familiares, y en medicina..., bueno, tengo que decir que la medicina es la única ciencia que sigue encasillada en su planteamiento cartesiano, pero ésa es otra historia.

La inteligencia del sistema

Si vemos el sistema sanitario como un sistema y queremos dotar de inteligencia a ese sistema (yo, como contribuyente, quiero), si los farmacéuticos somos una pieza de ese sistema y ese sistema está por encima de sus agentes activos, si ese sistema pretende ser seguro, directamente dirigido a la obtención de resultados, si necesita ser equitativo, si quiere ser efectivo y eficiente, y lo más importante, si quiere evolucionar, tiene que estar organizado con todo lo intrínsecamente bueno de un ser vivo, debe estar organizativamente humanizado, debe ser, en definitiva, un sistema cibernético.

Un sistema así debe ser capaz de analizar su situación a cada instante para comprender su realidad, debe tener órganos receptivos sensibles a las situaciones que lo envuelven, ha de poder, a partir de toda esa información que le llega, ser capaz de reaccionar (que dilate o contraiga sus pupilas en función de la luz), ser capaz de procesar sus estímulos y de dirigirlos a una respuesta, es decir, ser capaz de responder y, acto seguido, de medir las consecuencias de su respuesta, de manera que caiga en un bucle de retroalimentación exponencial dirigido con precisión hacia resultados concretos, y ha de tener un sistema de recompensa –parecido a la vía dopaminérgica mesolímbica, a como se cotice en euros– que le estimule a repetir aquellas iniciativas que se han mostrado beneficiosas y a mermar aquellas otras que le han conducido a la desgracia. Sólo entonces, cuando analicemos, seamos sensibles al sistema en su globalidad, reaccionemos, respondamos y nos recompensen de forma coherente a nuestros resultados, sólo entonces podremos ser.

Esta sección será, por tanto, el recorrido de un ser más grande que todos nosotros; dejémonos engullir por él y, simplemente, observemos qué rostro tiene; no nos centremos en nosotros, farmacéuticos, no seamos una pieza endogámica pariendo ideas menguantes desde su nacimiento, fusionémonos. Será –tratará de ser– una sección que siga el camino del aprendizaje ante preguntas de nuestro día a día, lanzadas a este organismo cuya máxima vocación es la de sanar; él nos dará la respuesta, y si desarrollamos ojos, oídos y boca, podremos escuchar esa respuesta.

Para ello, nosotros expondremos nuestras dudas más esenciales, vosotros, a través de esta revista, podréis plantear las vuestras y, a continuación, podremos construir una metodología diseñada específicamente para contestarlas, una metodología sencilla, operativa, útil, ni siquiera un trabajo de investigación, un constructo que podamos incorporar a nuestra tarea cotidiana, un ojo, un oído; escucharemos la señal y readaptaremos nuestro sistema a ella; todos los que queráis participar podréis implementarlo en vuestros centros de trabajo; veremos si el mismo ojo en todas partes ve lo mismo.

Ya os contaremos más concretamente cómo será esta red cibernética. Hasta entonces, ha sido un placer. Espero que esta experimentación nos sirva, a vosotros y a mí mismo, para algo. De lo contrario deberá abandonar esta sección mucho antes de superar el nadir de la vejez.

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