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Caramelos blancos. Negros nubarrones en el horizonte de nuestro futuro. Dos sensaciones bien distintas que revolotean en mi cabeza mientras escribo estas líneas. La primera me hace esbozar una sonrisa, y me ha llegado de la mano de una de mis clientas de toda la vida. La segunda nace de la desazonadora situación por la que pasa nuestro país, y me la escupe a la cara uno de los boletines informativos de la radio.

 

Son días de invierno y, tras el escaparate de mi farmacia, una cortina de lluvia difumina la silueta de los viandantes. Un invierno cetrino, como tantos otros, pero especialmente desangelado para todas las familias agobiadas por la crisis, y de un modo muy particular para los miles de colegas que ven cómo las administraciones públicas les llevan a la ruina con los impagos.

¡Quién podía pensar en semejante cosa hace tan sólo unos años, cuando este país se sentía capaz de organizar olimpiadas rutilantes, o de construir edificios emblemáticos en casi todas sus ciudades! Ahora resulta que hemos pasado de exhibirnos ante el mundo como gran potencia económica a no poder costear las medicinas de nuestros mayores. Y eso nos inquieta. Y nos hace lanzar improperios contra la clase dirigente que nos ha llevado a este desastre.

Menos mal que esta bendita profesión nos brinda de vez en cuando inesperados contrapuntos de humor, e incluso de surrealismo. Y quien viene a rescatarme de tan sombrías cavilaciones no es otra que doña María Luisa, una octogenaria cojitranca, pero llena de energía, que penetra en la farmacia como un ciclón.

– Quiero caramelos blancos.

– ¿Caramelos blancos...? ¿De qué sabor?

– Me da igual el sabor. Quiero que sean blancos. Como los que me dio la última vez. ¿No me diga que no se acuerda?

Es curiosa la propensión de muchos de nuestros clientes a atribuirnos una memoria prodigiosa. Y así, no es raro que nos pregunten por el nombre de unas vitaminas que tomaron el año pasado, o por el de un jarabe contra la tos que, como rasgo característico principal, «tiene una rayita negra en la caja».

No obstante, al recibir ahora la mirada inquisitoria de doña María Luisa, soy consciente de que buena parte de mi prestigio profesional está en juego, y opto por una respuesta tan decidida como irrebatible.

Sin pensarlo, elijo unos de eucaliptus «ultrabalsámicos», que pican que se matan, y dejándolos sobre el mostrador le digo:

– Son éstos. Aunque le advierto que pueden resultarle algo fuertes.

– No importa. Si usted me asegura que son blancos...

Mientras se los cobro acaba reconociendo que el culpable de su repentina obsesión por los caramelos blancos no es otro que el Ayuntamiento, y esa obra interminable que está llevando a cabo en la cuesta de la iglesia.

– Está todo hecho un asco, de modo que últimamente veo la misa por la tele. Y cuando el cura reparte la comunión, yo cojo uno de estos caramelos y me lo meto en la boca. Por eso tienen que ser blancos. Porque la hostia siempre ha sido blanca ¿O no?

– Claro, claro. Por supuesto –le contesto muy serio–. ¡Y hace usted muy bien en tener en cuenta ese detalle, pues de lo contrario estaría cometiendo un sacrilegio gordísimo!

Doña María Luisa se marcha enormemente satisfecha de que su farmacéutico le dé la razón. Y yo, todavía bajo los efectos de la perplejidad, no puedo reprimir una sonora carcajada.

Meconsuela el hecho de que aún queden ciudadanos más preocupados por el color de unos caramelos que por la prima de riesgo o los informes de las agencias de calificación. Ojalá que esta maldita crisis no nos haga perder la perspectiva de los pequeños detalles. Y ojalá también que la primavera nos regale un aluvión de caramelos blancos. O mejor aún, un aluvión de caramelos verde esperanza.

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