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  • El final del verano

Sucedió a finales de verano, concretamente el 22 de septiembre. El día antes llegué a la ciudad de Alicante para formar parte del tribunal que iba a calificar la tesis doctoral de Paco Martínez Granados, farmacéutico de hospital, hijo del añorado Paco Martínez Romero, que nos dejó ya hace años aunque su espíritu aún habite en el alma de multitud de farmacéuticos comunitarios a los que tanto nos enseñó sobre dignidad profesional. 

Llegué a la estación de trenes y tomé un taxi en dirección al hotel en el que me iba a alojar, donde me esperaba una de las directoras de la tesis, Elena Ronda, hija de Joaquín Ronda, a quien tanto debe la farmacia hospitalaria de este país desmemoriado y, sobre todo, esas decenas de farmacéuticos latinoamericanos a los que acogió en su Servicio del Hospital General y que también han contribuido a dignificar su profesión en todo un continente. 

Al pasar junto al puerto deportivo divisé a lo lejos el Hotel Melià Alicante, en el que celebramos tantas reuniones de la sección española de la OFIL (Organización de Farmacéuticos Ibero-Latinoamericanos) con Joaquín, y también junto a Alberto Herreros de Tejada o José María González de la Riva, grandes pioneros de la farmacia hospitalaria junto a otros Joaquines, Giráldez en Pamplona o Bonal en Barcelona. Sentí un pellizco de melancolía al recordarme un pipiolo junto a mi compañero en estas páginas Ismael Escobar entre personas a las que tanto les debo. Y dije «Gracias». 

Recordar es una palabra preciosa en castellano, porque significa volver a pasar por el corazón, a diferencia del vocablo inglés remind, que es volver a pasar por la mente, por el cerebro. Recordar es agradecido; remind es interesado. 

Recordar me hizo sentirme un privilegiado en la vida, por haber aprendido tanto de maestros como Alberto Herreros de Tejada o Joaquín Ronda, como el siempre inquieto José María González de la Riva, que tendrá a San Pedro de los nervios, y sin olvidar al incombustible Mariano Madurga, padre de la Farmacovigilancia en Latinoamérica. Ellos me enseñaron con su ejemplo lo que significa la palabra generosidad. Qué privilegio escucharlos, fuera o no el tema farmacéutico, eso es lo de menos. Qué suerte aprender con ellos la importancia de entregar a los demás todo lo que sabes, todo lo que tienes. Porque el mundo será más feliz no por lo que unos sabios sepan sino por lo que muchos compartan. Nadie es más rico que el que entrega todo. 

Y en aquel momento me acordé de ellos. Horas antes de formar parte del tribunal que iba a examinar al hijo del que en su día me examinó a mí, en el que iba a calificar a quien, como su padre, había compartido muchas horas de docencia en esa lucha por continuar construyendo dignidad en nuestra profesión. Y por mi corazón pasaron también los peruanos Fernando Quevedo y José Juárez, compañeros de noches mágicas celebradas alrededor de una mesa y que tanto han contribuido a conformar la persona que soy.  

Y qué tesis doctoral tan bonita, tan desafiante, tan digna. La profesión no se puede permitir por más tiempo continuar tentando a la ignorancia. 

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